martes, 18 de octubre de 2011

Sobre la segunda guerra vecinal

Hace ya más de seis años que tuvo lugar la guerra de los melones o primera guerra vecinal, fue guerra porque Felipe tomó como una agresión la acumulación de una cantidad ingente de melones maduros por parte de sus vecinos del entresuelo y vecinal porque tuvo lugar al pie de la escalera.

Las primeras escaramuzas le pillaron de improvisto, los Valenchones mostraron su talante expansionista con un blitzkrieg en donde, de la noche a la mañana, invadieron las partes comunes del edificio con todo tipo de trastos imaginables que salían de su minúsculo apartamento. Felipe, como la mayoría de las potencias de la época, no calibró la amenaza que suponía aquella primera agresión ni el uniforme confeccionado a base de etiquetas de Coca-Cola que lucía orgulloso el extravagante compañero del señor Valenchon.

En aquel momento, Felipe no se dio cuenta de que el ansia de lebensraum de sus vecinos le iba a obligar a convivir durante una semana con un muestrario de objetos que asustarían al más laxo de los seguidores de Diógenes. Tampoco interpretó las señales cuando su bicicleta se desvaneció para aparecer, como por arte de magia, en su propio trastero cerrado con llave.

El día que bajó a tirar la basura y encontró a sus vecinos leyendo las revistas que él mismo había depositado diligentemente en el cubo de reciclaje de papel, supo de dónde venían las etiquetas de Coca-Cola del uniforme... Aquella noche empezó a desconfiar de ellos y debió soñar que entraban en su casa, a partir de entonces se encerró a cal y canto.

Entonces, de la noche a la mañana, aparecieron una veintena de cajas de melones de tipo charentés al pie de la escalera, donde habitualmente se dejaba el carrito de bebé. Aquello ya era una afrenta, pero cuando la peste de los frutos en descomposición subió dos pisos y cruzó la Línea Maginot del umbral de su casa, Felipe se enfureció.

Las hostilidades duraron una semana, el tiempo que permanecieron aparcados los melones en tránsito a quién sabe que destino. La guerra acabó como había empezado, los melones se esfumaron y nadie dijo nada. Mientras tanto, Felipe imaginaba todo tipo de represalias para defender su territorio, su familia y su integridad olfativa.

Felipe cambió de ciudad y varias veces de domicilio, pero algo le ha recordado que las ideologías de supremacía vecinal del pasado vuelven con fuerza y huelen peor. Esta vez no pasarán.

sábado, 1 de octubre de 2011

Sobre la accidentada genuflexión

Las últimas noticias que tuvimos de nuestro estrafalario protagonista, Felipe, fueron prometedoras. No obstante, tantas noches bailando kazatchok habían hecho con su rodilla izquierda algo parecido al sonido de esta extraña palabra.

Lo que Felipe no sabía era que los cosacos, a la hora de ejecutar sus acrobacias, ocultaban bajo sus pantalones rodilleras confeccionadas a partir de las narices de antílopes siberianos. Este animal, saiga tatarica, cuenta con un apéndice nasal prominente y acolchado, de textura similar a la gomaespuma. En la actualidad, se encuentra casi extinguido debido a la popularidad que alcanzaron los bailes regionales en la antigua Unión Soviética, llegando a estar más cotizado que el cuerno rayado de unicornio o el pene seco de ligre.

Felipe, que no conocía los entresijos del cuerpo de baile de los coros del ejercito rojo ni estaba al tanto del mercado de materias primas provenientes de animales fantásticos, tenía como única referencia el rodillazo jotero, a pelo.

Hacía tanto tiempo que no visitaba su ciudad natal (y más que no asistía a un espectáculo de jota), que debía ser el único maño que no sabía que el golpe de rodilla había sido prohibido por las autoridades sanitarias debido al alto coste que suponía la importación masiva de prótesis después de cada edición de las fiestas en honor a la Virgen del Pilar.

Cuando el médico le preguntó cómo se había hecho eso, Felipe mintió, juró que no lo sabía.