— Españoles, Felipe ha muerto —dijo el alcalde a un inglés, a un francés y a un rumano.
— Y pretende que nos lo creamos. ¡Pero si parece un chiste! —contestaron los tres al unísono con una extraña mezcla de acentos.
— Se lo contaré entonces de otra manera: Esto era un señor que no sabía decir frigorífico que salió a mandar una carta y al cruzar la carretera frente al camping pisó un tomate, creyendo haber oído algo distinto al tradicional chof, se agachó y no vio venir un autobús que transportaba gangosos lepeños rumbo a la emigración en Bélgica.
— ¿Murió en el acto? —preguntó el inglés.
— No, pero un baturro que comía pipas y presenció el percance lo cargó en su asno. Camino del ambulatorio sufrieron un accidente ferroviario.
— ¿Y qué fue del de Zaragoza? —preguntó el francés.
— ¿Cuál de los dos? Ya les dije que uno falleció, el otro ya se lo he dicho.
—¿Se llamaba Esteban? —preguntó el rumano.
— Ese era su nombre. El tren acabó por apartarse, matando a ambos de risa. Me lo acaba de contar el rucio.
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