Dos personas que repostaban un mamut congelado juraban y maldecían por haberse quedado sin combustible para el transistor, justo en el momento en el que iba sonar el estribillo de su canción favorita. Probaron, sin éxito, con lo que tenían a mano, aceite de palma y de castor.
En aquel mismo instante, un boletín informativo urgente interrumpió el programa radiofónico: las autoridades sanitarias prohibían el consumo, la venta y distribución de aceite de colza, a la vez que hacían un llamamiento a la cooperación ciudadana para la restitución de los carteles. No sabían a quién buscaban.
El locutor retomó la emisión, el afamado cantautor local se encontraba en los estudios. De haberlo sabido, aquellas dos personas habrían dejado pacer tranquilo al mamut y hubieran corrido hasta la gasolinera con el "arradio" a cuestas para comprar un galón de manteca licuada y escuchar la entrevista al pie del surtidor.
—¿Cómo compuso este tema que está pegando tan fuerte en toda la comarca? —preguntó el locutor.
—En realidad no fui yo —respondió el autor—. Tengo un hermano gemelo letrista encerrado en el sótano, el otro es músico y no sale del desván, yo era el guapo, por eso mis padres me dejaron salir de casa y cumplir mi sueño, ser artista.
—Veo que son un familia numerosa, ¿nunca se ha planteado salir de gira con sus hermanos gemelos? —propuso el locutor.
—Son demasiado feos y tampoco soportarían el mundo exterior, nunca han salido de casa. Cuando mis padres murieron víctimas de la colza, juré hacerme cargo ellos y no exponerlos al escarnio público que impera en la farándula —dijo, entre sollozos, el cantautor.
—Entonces, si nunca han puesto un pie en la calle, ¿de dónde sacan la inspiración para esas preciosas canciones? Nuestros oyentes estarán deseosos de saberlo.
—Como ya he comentado anteriormente, soy guapo y tengo la suerte de festejar con muchas mozas. Les cuento mis aventuras amorosas a mis hermanos y eso les causa una enorme tristeza. Aunque son feos con avaricia, son tan generosos que me ceden su talento... pero que ésto no salga de aquí —dijo el cantautor retirándose del micrófono.
—No se preocupe, no nos escucha nadie —susurró el locutor—. No hay un sólo arradio que funcione en toda la ciudad.
—¿Un qué?
sábado, 7 de enero de 2012
martes, 3 de enero de 2012
Sobre el arradio
Mientras preparaban manojos de papel para alimentar al mamut, Cándido reparó en el retrato robot que figuraba en la hoja.
—A esta mujer la conozco, ayer le compré una libra de aceite.
—Pero, ¿no te lo habrás tomado? —preguntó Felipe, alarmado.
—¿Estás tonto o qué? —respondió Cándido, airado— ¿Tomarme yo eso? Lo quiero para mi arradio, que funciona con aceite.
—Querrás decir tu radio —interrumpió Felipe.
—Que no, ¡cojones! —exclamó Cándido—. Mi arradio, que viene de "aceite-radio". No me vengas tu ahora con que los de pueblo no sabemos hablar. Habráse visto el listillo éste...
—¿Por qué no ponemos un poco de música en tu radio? —propuso Felipe
—Es arradio —dijo Cándido.
—Bueno, en el chisme ese —zanjó Felipe.
Cándido sacó su "arradio" y sintonizó una emisora de música popular. Ambos preparaban los manojos de papel que el mamut engullía sin pausa, hipnotizados por la canción de un cantautor local de renombre.
El día que ya no esté
me hubiera gustado estar
para enseñarte el lugar
dónde guardé un bisoñé
Debajo de tanto pelo
no te será complicado encontrar
una carta que no osé mandar
por ser calvo y feo
Si te atreves a leerla
sabrás que no pude cantar
que te quise de verdad
aunque no lo pareciera
Peor que ser alopécico
es ser iletrado sentimental
con la boina hasta la ceja
un paleto analfabeto
Felipe y Cándido lloraban conmovidos por una letra que sabían de memoria. De repente, el "arradio" dejó de funcionar.
—¡No! —gritó Felipe— Ahora venía el estribillo.
Candidó arrugó con más fuerza de la habitual el papel que tenía en sus manos, se lo metió bruscamente en la boca al mamut, sin dejar que lo llevara él mismo con su trompa, y dijo:
—Este aceite es una mierda.
—A esta mujer la conozco, ayer le compré una libra de aceite.
—Pero, ¿no te lo habrás tomado? —preguntó Felipe, alarmado.
—¿Estás tonto o qué? —respondió Cándido, airado— ¿Tomarme yo eso? Lo quiero para mi arradio, que funciona con aceite.
—Querrás decir tu radio —interrumpió Felipe.
—Que no, ¡cojones! —exclamó Cándido—. Mi arradio, que viene de "aceite-radio". No me vengas tu ahora con que los de pueblo no sabemos hablar. Habráse visto el listillo éste...
—¿Por qué no ponemos un poco de música en tu radio? —propuso Felipe
—Es arradio —dijo Cándido.
—Bueno, en el chisme ese —zanjó Felipe.
Cándido sacó su "arradio" y sintonizó una emisora de música popular. Ambos preparaban los manojos de papel que el mamut engullía sin pausa, hipnotizados por la canción de un cantautor local de renombre.
El día que ya no esté
me hubiera gustado estar
para enseñarte el lugar
dónde guardé un bisoñé
Debajo de tanto pelo
no te será complicado encontrar
una carta que no osé mandar
por ser calvo y feo
Si te atreves a leerla
sabrás que no pude cantar
que te quise de verdad
aunque no lo pareciera
Peor que ser alopécico
es ser iletrado sentimental
con la boina hasta la ceja
un paleto analfabeto
Felipe y Cándido lloraban conmovidos por una letra que sabían de memoria. De repente, el "arradio" dejó de funcionar.
—¡No! —gritó Felipe— Ahora venía el estribillo.
Candidó arrugó con más fuerza de la habitual el papel que tenía en sus manos, se lo metió bruscamente en la boca al mamut, sin dejar que lo llevara él mismo con su trompa, y dijo:
—Este aceite es una mierda.
Sobre el síndrome tóxico
Felipe arrancó el quitanieves dispuesto a abrise camino entre el espeso manto invernal y, de paso, conducir su caravana hasta un camping con aquagym y limones helados en el economato.
Avanzó unos metros antes de pararse en seco, el indicador del depósito de combustible estaba en su punto más bajo. Abrió el manual de instrucciones y vio que la máquina necesitaba aceite de colza para funcionar. De los restos removidos de la temporada anterior sacó una garrafa vacía de aceite de oliva virgen y se encaminó hacia la estación de servicio.
Pidió al gasolinero que la llenara de aceite de colza desnaturalizado, al fin y al cabo, era un vehículo de segunda mano, no notaría la diferencia.
En el camino de regreso se encontró con una guapa mujer, de apariencia forastera, sentada al borde de la carretera.
—¿Qué hace aquí? —preguntó Felipe—. Hace un frío de mil demonios.
—Soy vendedora ambulante de aceite a domicilio —respondió ella con un sútil acento de un país lejano—. Traía aceite de mi tierra a este país de consumidores de mantequilla. No me di cuenta que una de las botellas tenía una fuga y mi furgoneta patinó. He perdido todo el cargamento.
—Con estas temperaturas la mantequilla no se funde, los accidentes de ese tipo son raros por aquí —puntualizó Felipe—. Mire, yo tengo una garrafa de cinco litros, si puede servirle de algo, es suya.
La mujer aceptó gustosa el ofrecimiento y marchó hacia la ciudad contoneándose alegremente con la garrafa en la cabeza. Felipe regresó al camping y cayó en la cuenta de que, sin aceite, no podía mover la caravana. Trató de desnaturalizar una libra de manteca de cerdo pero carecía del octanaje necesario, ni siquiera añadiendo grasa de pato a la mezcla consiguió poner en marcha el quitanieves. Decidió probar con algo de grasa de cachalote que guardaba de su estancia en el ballenero, pero anocheció.
A la mañana siguiente, la ciudad amaneció empapelada con carteles de "Se busca". En ellos reconoció a la hermosa mujer extranjera del día anterior. La acusaban de haber intoxicado a media ciudad. A Felipe nunca se le pasó por la cabeza qué el aceite que ella vendía estaba destinado al consumo humano. En su pequeño mundo, la grasa no era más que un excelente combustible.
Montó en su motocarro de reparto y recorrió la ciudad retirando todos y cada uno de los pasquines. Una vez lleno, se dirigió a la nave donde Cándido guardaba el mamut.
—Cándido, necesito tu mamut para mover el quitanieves que tira de mi caravana.
—¿Acaso no sabes que está parado? —respondió Cándido—. No tengo con qué alimentarlo, hace semanas que no recibimos periódicos.
—Precisamente acabo de hacerme con una tonelada de prospectos y están impresos en papel de diario.
Avanzó unos metros antes de pararse en seco, el indicador del depósito de combustible estaba en su punto más bajo. Abrió el manual de instrucciones y vio que la máquina necesitaba aceite de colza para funcionar. De los restos removidos de la temporada anterior sacó una garrafa vacía de aceite de oliva virgen y se encaminó hacia la estación de servicio.
Pidió al gasolinero que la llenara de aceite de colza desnaturalizado, al fin y al cabo, era un vehículo de segunda mano, no notaría la diferencia.
En el camino de regreso se encontró con una guapa mujer, de apariencia forastera, sentada al borde de la carretera.
—¿Qué hace aquí? —preguntó Felipe—. Hace un frío de mil demonios.
—Soy vendedora ambulante de aceite a domicilio —respondió ella con un sútil acento de un país lejano—. Traía aceite de mi tierra a este país de consumidores de mantequilla. No me di cuenta que una de las botellas tenía una fuga y mi furgoneta patinó. He perdido todo el cargamento.
—Con estas temperaturas la mantequilla no se funde, los accidentes de ese tipo son raros por aquí —puntualizó Felipe—. Mire, yo tengo una garrafa de cinco litros, si puede servirle de algo, es suya.
La mujer aceptó gustosa el ofrecimiento y marchó hacia la ciudad contoneándose alegremente con la garrafa en la cabeza. Felipe regresó al camping y cayó en la cuenta de que, sin aceite, no podía mover la caravana. Trató de desnaturalizar una libra de manteca de cerdo pero carecía del octanaje necesario, ni siquiera añadiendo grasa de pato a la mezcla consiguió poner en marcha el quitanieves. Decidió probar con algo de grasa de cachalote que guardaba de su estancia en el ballenero, pero anocheció.
A la mañana siguiente, la ciudad amaneció empapelada con carteles de "Se busca". En ellos reconoció a la hermosa mujer extranjera del día anterior. La acusaban de haber intoxicado a media ciudad. A Felipe nunca se le pasó por la cabeza qué el aceite que ella vendía estaba destinado al consumo humano. En su pequeño mundo, la grasa no era más que un excelente combustible.
Montó en su motocarro de reparto y recorrió la ciudad retirando todos y cada uno de los pasquines. Una vez lleno, se dirigió a la nave donde Cándido guardaba el mamut.
—Cándido, necesito tu mamut para mover el quitanieves que tira de mi caravana.
—¿Acaso no sabes que está parado? —respondió Cándido—. No tengo con qué alimentarlo, hace semanas que no recibimos periódicos.
—Precisamente acabo de hacerme con una tonelada de prospectos y están impresos en papel de diario.
lunes, 2 de enero de 2012
Sobre el regalo envenenado
Felipe cerró el trato por el quitanieves en el bar del pueblo.
—¿Qué va a hacer con el dinero? —le preguntó al hombre amarillo.
—Había pensado en comprar una cama elástica —respondió—. Pero no creo que encuentre a nadie tan pánfilo para comprármela cuando me canse de ella. Usted ya ha gastado todos sus ahorros y esta ciudad es demasiado pequeña.
—Entonces, ¿en qué lo empleará? —insistió Felipe.
—Voy a comprarle a mi mujer una bola para jugar a los bolos, es mi deporte favorito —contestó el señor gordo.
—Pero... ¡Todo el mundo sabe que uno no puede regalar a su mujer algo que ella pueda tirarle a la cabeza! — exclamó Felipe alarmado.
Mire, caballero —dijo el señor calvo—. Tengo un plan. Seguramente no es el regalo que espera, de hecho, no creo que espere ningún regalo. Pero cuando esté entre sus manos tendrá dos opciones, o bien lo guarda en el trastero y entonces podré usar la bola a mi antojo, o va a la bolera y aprende a jugar.
—Me encantan las camisas de bolos —interrumpió Felipe— y también los zapatos.
—A ella también le gustarán —prosiguió el señor con camisa blanca—. Pero los zapatos son alquilados, cuando salga tendrá que ponerse los de tacón. Conociéndola, estoy seguro de que será una excelente jugadora.
—¿Y no le da miedo que acabe jugando mejor que usted? —preguntó Felipe, intrigado.
—No me cabe duda de que lo hará. De hecho, cuando voy a la bolera ni siquiera juego, paso la noche en el bar. Me alegraría la vista —contestó el hombre de pantalones hasta los sobacos.
—Los dos sabemos que esta ciudad es minúscula —le confió Felipe—. Por poco que juegue bien, será mejor que los cuatro fulanos que intentan tumbar bolos cada noche. Entonces, querrá ir a jugar a la capital.
—Si eso sucediera, preferiría que me la hubiera arrojado a la cabeza —dijo el señor de ojos saltones con una mueca de espanto—. Creo que compraré una cama elástica.
—¿Qué va a hacer con el dinero? —le preguntó al hombre amarillo.
—Había pensado en comprar una cama elástica —respondió—. Pero no creo que encuentre a nadie tan pánfilo para comprármela cuando me canse de ella. Usted ya ha gastado todos sus ahorros y esta ciudad es demasiado pequeña.
—Entonces, ¿en qué lo empleará? —insistió Felipe.
—Voy a comprarle a mi mujer una bola para jugar a los bolos, es mi deporte favorito —contestó el señor gordo.
—Pero... ¡Todo el mundo sabe que uno no puede regalar a su mujer algo que ella pueda tirarle a la cabeza! — exclamó Felipe alarmado.
Mire, caballero —dijo el señor calvo—. Tengo un plan. Seguramente no es el regalo que espera, de hecho, no creo que espere ningún regalo. Pero cuando esté entre sus manos tendrá dos opciones, o bien lo guarda en el trastero y entonces podré usar la bola a mi antojo, o va a la bolera y aprende a jugar.
—Me encantan las camisas de bolos —interrumpió Felipe— y también los zapatos.
—A ella también le gustarán —prosiguió el señor con camisa blanca—. Pero los zapatos son alquilados, cuando salga tendrá que ponerse los de tacón. Conociéndola, estoy seguro de que será una excelente jugadora.
—¿Y no le da miedo que acabe jugando mejor que usted? —preguntó Felipe, intrigado.
—No me cabe duda de que lo hará. De hecho, cuando voy a la bolera ni siquiera juego, paso la noche en el bar. Me alegraría la vista —contestó el hombre de pantalones hasta los sobacos.
—Los dos sabemos que esta ciudad es minúscula —le confió Felipe—. Por poco que juegue bien, será mejor que los cuatro fulanos que intentan tumbar bolos cada noche. Entonces, querrá ir a jugar a la capital.
—Si eso sucediera, preferiría que me la hubiera arrojado a la cabeza —dijo el señor de ojos saltones con una mueca de espanto—. Creo que compraré una cama elástica.
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