martes, 3 de enero de 2012

Sobre el síndrome tóxico

Felipe arrancó el quitanieves dispuesto a abrise camino entre el espeso manto invernal y, de paso, conducir su caravana hasta un camping con aquagym y limones helados en el economato.

Avanzó unos metros antes de pararse en seco, el indicador del depósito de combustible estaba en su punto más bajo. Abrió el manual de instrucciones y vio que la máquina necesitaba aceite de colza para funcionar. De los restos removidos de la temporada anterior sacó una garrafa vacía de aceite de oliva virgen y se encaminó hacia la estación de servicio.

Pidió al gasolinero que la llenara de aceite de colza desnaturalizado, al fin y al cabo, era un vehículo de segunda mano, no notaría la diferencia.

En el camino de regreso se encontró con una guapa mujer, de apariencia forastera, sentada al borde de la carretera.

—¿Qué hace aquí? —preguntó Felipe—. Hace un frío de mil demonios.

—Soy vendedora ambulante de aceite a domicilio —respondió ella con un sútil acento de un país lejano—. Traía aceite de mi tierra a este país de consumidores de mantequilla. No me di cuenta que una de las botellas tenía una fuga y mi furgoneta patinó. He perdido todo el cargamento.

—Con estas temperaturas la mantequilla no se funde, los accidentes de ese tipo son raros por aquí —puntualizó Felipe—. Mire, yo tengo una garrafa de cinco litros, si puede servirle de algo, es suya.

La mujer aceptó gustosa el ofrecimiento y marchó hacia la ciudad contoneándose alegremente con la garrafa en la cabeza. Felipe regresó al camping y cayó en la cuenta de que,  sin aceite, no podía mover la caravana. Trató de desnaturalizar una libra de manteca de cerdo pero carecía del octanaje necesario, ni siquiera añadiendo grasa de pato a la mezcla consiguió poner en marcha el quitanieves. Decidió probar con algo de grasa de cachalote que guardaba de su estancia en el ballenero, pero anocheció.

A la mañana siguiente, la ciudad amaneció empapelada con carteles de "Se busca". En ellos reconoció a la hermosa mujer extranjera del día anterior. La acusaban de haber intoxicado a media ciudad. A Felipe nunca se le pasó por la cabeza qué el aceite que ella vendía estaba destinado al consumo humano. En su pequeño mundo, la grasa no era más que un excelente combustible.

Montó en su motocarro de reparto y recorrió la ciudad retirando todos y cada uno de los pasquines. Una vez lleno, se dirigió a la nave donde Cándido guardaba el mamut.

—Cándido, necesito tu mamut para mover el quitanieves que tira de mi caravana.

—¿Acaso no sabes que está parado? —respondió Cándido—. No tengo con qué alimentarlo, hace semanas que no recibimos periódicos.

—Precisamente acabo de hacerme con una tonelada de prospectos y están impresos en papel de diario.

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