Felipe cerró el trato por el quitanieves en el bar del pueblo.
—¿Qué va a hacer con el dinero? —le preguntó al hombre amarillo.
—Había pensado en comprar una cama elástica —respondió—. Pero no creo que encuentre a nadie tan pánfilo para comprármela cuando me canse de ella. Usted ya ha gastado todos sus ahorros y esta ciudad es demasiado pequeña.
—Entonces, ¿en qué lo empleará? —insistió Felipe.
—Voy a comprarle a mi mujer una bola para jugar a los bolos, es mi deporte favorito —contestó el señor gordo.
—Pero... ¡Todo el mundo sabe que uno no puede regalar a su mujer algo que ella pueda tirarle a la cabeza! — exclamó Felipe alarmado.
Mire, caballero —dijo el señor calvo—. Tengo un plan. Seguramente no es el regalo que espera, de hecho, no creo que espere ningún regalo. Pero cuando esté entre sus manos tendrá dos opciones, o bien lo guarda en el trastero y entonces podré usar la bola a mi antojo, o va a la bolera y aprende a jugar.
—Me encantan las camisas de bolos —interrumpió Felipe— y también los zapatos.
—A ella también le gustarán —prosiguió el señor con camisa blanca—. Pero los zapatos son alquilados, cuando salga tendrá que ponerse los de tacón. Conociéndola, estoy seguro de que será una excelente jugadora.
—¿Y no le da miedo que acabe jugando mejor que usted? —preguntó Felipe, intrigado.
—No me cabe duda de que lo hará. De hecho, cuando voy a la bolera ni siquiera juego, paso la noche en el bar. Me alegraría la vista —contestó el hombre de pantalones hasta los sobacos.
—Los dos sabemos que esta ciudad es minúscula —le confió Felipe—. Por poco que juegue bien, será mejor que los cuatro fulanos que intentan tumbar bolos cada noche. Entonces, querrá ir a jugar a la capital.
—Si eso sucediera, preferiría que me la hubiera arrojado a la cabeza —dijo el señor de ojos saltones con una mueca de espanto—. Creo que compraré una cama elástica.
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