jueves, 16 de agosto de 2012

Sobre el corrimiento de tierras

Tras meses de apacible muerte en una fosa común dando conversación a otros cadáveres, un estruendo mecánico rompió la paz del cementerio.

— ¿Qué está pasando? —preguntó Felipe al señor de la excavadora.

— Uno del pueblo necesita tierra para construirse una cabeza y, como ni él puede pagarla ni ustedes pueden permitirse una tumba como dios manda, me dispongo a llenar el camión.

— ¿Están seguros de que esta tierra es la adecuada? —inquirió Felipe— Debería saber que a los muertos no nos deja de crecer el pelo y las uñas.

— Mire —respondió el señor de la excavadora—, ni soy enterrador ni mucho menos taxidermista. Aunque con tanta materia seca seguro que el señor que ha encargado la cabeza se ahorrará algo de paja.

— Hombre de dios, ¿acaso no se da cuenta de que una vez formemos parte de la argamasa veremos pasar la vida y sufriremos?

— Ni soy adivino ni me preocupan los muertos de hambre que han sido incapaces de ahorrar para un nicho —contestó el señor de la excavadora—. Pero, si de algo estoy seguro, es de que esta cabeza no tendrá ojos.

— Los muertos no necesitamos ojos para observar a los vivos, nos basta con olerlos.

— Es extraño, no soy médium y estoy hablando con un cadáver. No se preocupe, procuraré que le pongan en la nariz para que no se aburra —propuso el señor de la excavadora.

— Por favor —suplicó Felipe—, ¿no puede ponerme en la boina para no pensar?

— No soy sombrerero ni mucho menos arquitecto, pero soy de pueblo y le puedo garantizar que usted es tonto.






viernes, 9 de marzo de 2012

Sobre el despertar

— ¿Dónde estoy?

— En una fosa común, Felipe, —respondió el esqueleto de al lado— y, evidentemente, estás muerto.

— Pero si estoy muerto, ¿qué hacemos hablando?

— ¿Acaso no recuerdas que una noche de luna llena caíste en un pozo lleno de jeringuillas desechadas? —apuntó el esqueleto de debajo — Seguramente te pinchaste con alguna.

— Sólo consigo acordarme de un baturro, un burro y un tren...

— Nunca aprendiste el final de los chistes, Felipe, la risa fácil fue tu perdición —dijo el esqueleto de encima.

— Y ahora, ¿qué hago? —preguntó Felipe.

— Esperar a que al hombre lobo que se picó con aquella jeringuilla le implanten un tabique nasal de plata — espetó un montón de huesos desordenado.

sábado, 25 de febrero de 2012

Sobre los secretos


Felipe se llevó a la tumba sus secretos de hostelero: toda la pasta horneada que se servía en la ciudad era congelada, toda se preparaba a base de restos y sabía exactamente igual, a canelones.

El paladar del público se dejaba cegar por los pomposos nombres de los nuevos locales, por los litros de vinagre de Módena que aderezaban los platos de toda la vida para ocultar el rancio sabor de las sobras y, sobre todo, por la posibilidad de ensuciarse comiendo, chuparse los dedos después o rebañar el plato con pan y, en ocasiones especiales, con la lengua.

Algunos en el pueblo atribuyen la muerte de Felipe a un complot del gremio de la restauración para perpetuar un modelo de negocio sumamente rentable. Los defensores de la teoría de la conspiración afirman que el burro no llegó a decir todo lo que sabía. Tampoco tuvo tiempo. El municipio, falto de cebada para alimentarlo, lo entregó a un próspero picador de carne a cambio de varios sacos de pienso en previsión de futuros accidentes.

Aquel día, alguien rió a carcajadas cuando preparaba el relleno de su exitosa lasaña y encontró una herradura. 

viernes, 24 de febrero de 2012

Sobre el accidente

— Españoles, Felipe ha muerto —dijo el alcalde a un inglés, a un francés y a un rumano.

— Y pretende que nos lo creamos. ¡Pero si parece un chiste! —contestaron los tres al unísono con una extraña mezcla de acentos.

— Se lo contaré entonces de otra manera: Esto era un señor que no sabía decir frigorífico que salió a mandar una carta y al cruzar la carretera frente al camping pisó un tomate, creyendo haber oído algo distinto al tradicional chof, se agachó y no vio venir un autobús que transportaba gangosos lepeños rumbo a la emigración en Bélgica.

— ¿Murió en el acto? —preguntó el inglés.

— No, pero un baturro que comía pipas y presenció el percance lo cargó en su asno. Camino del ambulatorio sufrieron un accidente ferroviario.

— ¿Y qué fue del de Zaragoza? —preguntó el francés.

— ¿Cuál de los dos? Ya les dije que uno falleció, el otro ya se lo he dicho.

—¿Se llamaba Esteban? —preguntó el rumano.

— Ese era su nombre. El tren acabó por apartarse, matando a ambos de risa. Me lo acaba de contar el rucio.

Sobre los canelones

Felipe se fijó en el calendario y se dio cuenta de que hacía casi un año, al mismo tiempo que la tierra temblaba en la otra parte del mundo, las cañerías se congelaron.

Era evidente que la ola de frío no remitiría jamás, que nunca dispondría del papel suficiente para alimentar a un mamut, que la prensa para extraer aceite de castor hacía tiempo que se quedó sin lubricante y que, desde lo alto de un faro, todo se ve diminuto.

Se dirigió al lugar más frío de la caravana en busca de comida. La nevera estaba repleta de hielo congelado y canelones igualmente congelados.

Recordó que, por aquella época,  regentaba un restaurante que tuvo que cerrar porque la clientela se cansó de comer siempre lo mismo. Le pidieron que variara la receta, siempre a base de sobras. Le sugirieron que probara con otras salsas aunque también fueran de bote. Le exigieron que italianizara el nombre del local e incluso que luciera un bigote como el del fontanero, el señor Bros.

Accedió a todo pero no dio resultado, era evidente que a los clientes no les gustaban los canelones.

El público que antaño abarrotaba su local frecuentaba ahora otros restaurantes donde servían lasaña, ñoquis o incluso macarrones con chorizo.

Abrió un catálogo de venta por correspondencia y decidió comprar una máquina de palomitas de maíz, estaba convencido de que los viejos que se acurrucaban en el tele-club del pueblo al calor del magnetoscopio estarían deseosos de ejercitar sus dentaduras postizas con los granos sin estallar que quedan al final de la bolsa.

sábado, 7 de enero de 2012

Sobre el cantautor

Dos personas que repostaban un mamut congelado juraban y maldecían por haberse quedado sin combustible para el transistor, justo en el momento en el que iba sonar el estribillo de su canción favorita. Probaron, sin éxito, con lo que tenían a mano, aceite de palma y de castor.

En aquel mismo instante, un boletín informativo urgente interrumpió el programa radiofónico: las autoridades sanitarias prohibían el consumo, la venta y distribución de aceite de colza, a la vez que hacían un llamamiento a la cooperación ciudadana para la restitución de los carteles. No sabían a quién buscaban.

El locutor retomó la emisión, el afamado cantautor local se encontraba en los estudios. De haberlo sabido, aquellas dos personas habrían dejado pacer tranquilo al mamut y hubieran corrido hasta la gasolinera con el "arradio" a cuestas para comprar un galón de manteca licuada y escuchar la entrevista al pie del surtidor.

—¿Cómo compuso este tema que está pegando tan fuerte en toda la comarca? —preguntó el locutor.

—En realidad no fui yo —respondió el autor—. Tengo un hermano gemelo letrista encerrado en el sótano, el otro es músico y no sale del desván, yo era el guapo, por eso mis padres me dejaron salir de casa y cumplir mi sueño, ser artista.

—Veo que son un familia numerosa, ¿nunca se ha planteado salir de gira con sus hermanos gemelos? —propuso el locutor.

—Son demasiado feos y tampoco soportarían el mundo exterior, nunca han salido de casa. Cuando mis padres murieron víctimas de la colza, juré hacerme cargo ellos y no exponerlos al escarnio público que impera en la farándula —dijo, entre sollozos, el cantautor.

—Entonces, si nunca han puesto un pie en la calle, ¿de dónde sacan la inspiración para esas preciosas canciones? Nuestros oyentes estarán deseosos de saberlo.

—Como ya he comentado anteriormente, soy guapo y tengo la suerte de festejar con muchas mozas. Les cuento mis aventuras amorosas a mis hermanos y eso les causa una enorme tristeza. Aunque son feos con avaricia, son tan generosos que me ceden su talento... pero que ésto no salga de aquí —dijo el cantautor retirándose del micrófono.

—No se preocupe, no nos escucha nadie —susurró el locutor—. No hay un sólo arradio que funcione en toda la ciudad.

—¿Un qué?

martes, 3 de enero de 2012

Sobre el arradio

Mientras preparaban manojos de papel para alimentar al mamut, Cándido reparó en el retrato robot que figuraba en la hoja.

—A esta mujer la conozco, ayer le compré una libra de aceite.

—Pero, ¿no te lo habrás tomado? —preguntó Felipe, alarmado.

—¿Estás tonto o qué? —respondió Cándido, airado— ¿Tomarme yo eso? Lo quiero para mi arradio, que funciona con aceite.

—Querrás decir tu radio —interrumpió Felipe.

—Que no, ¡cojones! —exclamó Cándido—. Mi arradio, que viene de "aceite-radio". No me vengas tu ahora con que los de pueblo no sabemos hablar. Habráse visto el listillo éste...

—¿Por qué no ponemos un poco de música en tu radio? —propuso Felipe

—Es arradio —dijo Cándido.

—Bueno, en el chisme ese —zanjó Felipe.

Cándido sacó su "arradio" y sintonizó una emisora de música popular. Ambos preparaban los manojos de papel que el mamut engullía sin pausa, hipnotizados por la canción de un cantautor local de renombre.

El día que ya no esté
me hubiera gustado estar
para enseñarte el lugar
dónde guardé un bisoñé


Debajo de tanto pelo
no te será complicado encontrar
una carta que no osé mandar
por ser calvo y feo


Si te atreves a leerla
sabrás que no pude cantar
que te quise de verdad
aunque no lo pareciera


Peor que ser alopécico
es ser iletrado sentimental
con la boina hasta la ceja
un paleto analfabeto


Felipe y Cándido lloraban conmovidos por una letra que sabían de memoria. De repente, el "arradio" dejó de funcionar.


—¡No! —gritó Felipe— Ahora venía el estribillo.


Candidó arrugó con más fuerza de la habitual el papel que tenía en sus manos, se lo metió bruscamente en la boca al mamut, sin dejar que lo llevara él mismo con su trompa, y dijo:


—Este aceite es una mierda.





Sobre el síndrome tóxico

Felipe arrancó el quitanieves dispuesto a abrise camino entre el espeso manto invernal y, de paso, conducir su caravana hasta un camping con aquagym y limones helados en el economato.

Avanzó unos metros antes de pararse en seco, el indicador del depósito de combustible estaba en su punto más bajo. Abrió el manual de instrucciones y vio que la máquina necesitaba aceite de colza para funcionar. De los restos removidos de la temporada anterior sacó una garrafa vacía de aceite de oliva virgen y se encaminó hacia la estación de servicio.

Pidió al gasolinero que la llenara de aceite de colza desnaturalizado, al fin y al cabo, era un vehículo de segunda mano, no notaría la diferencia.

En el camino de regreso se encontró con una guapa mujer, de apariencia forastera, sentada al borde de la carretera.

—¿Qué hace aquí? —preguntó Felipe—. Hace un frío de mil demonios.

—Soy vendedora ambulante de aceite a domicilio —respondió ella con un sútil acento de un país lejano—. Traía aceite de mi tierra a este país de consumidores de mantequilla. No me di cuenta que una de las botellas tenía una fuga y mi furgoneta patinó. He perdido todo el cargamento.

—Con estas temperaturas la mantequilla no se funde, los accidentes de ese tipo son raros por aquí —puntualizó Felipe—. Mire, yo tengo una garrafa de cinco litros, si puede servirle de algo, es suya.

La mujer aceptó gustosa el ofrecimiento y marchó hacia la ciudad contoneándose alegremente con la garrafa en la cabeza. Felipe regresó al camping y cayó en la cuenta de que,  sin aceite, no podía mover la caravana. Trató de desnaturalizar una libra de manteca de cerdo pero carecía del octanaje necesario, ni siquiera añadiendo grasa de pato a la mezcla consiguió poner en marcha el quitanieves. Decidió probar con algo de grasa de cachalote que guardaba de su estancia en el ballenero, pero anocheció.

A la mañana siguiente, la ciudad amaneció empapelada con carteles de "Se busca". En ellos reconoció a la hermosa mujer extranjera del día anterior. La acusaban de haber intoxicado a media ciudad. A Felipe nunca se le pasó por la cabeza qué el aceite que ella vendía estaba destinado al consumo humano. En su pequeño mundo, la grasa no era más que un excelente combustible.

Montó en su motocarro de reparto y recorrió la ciudad retirando todos y cada uno de los pasquines. Una vez lleno, se dirigió a la nave donde Cándido guardaba el mamut.

—Cándido, necesito tu mamut para mover el quitanieves que tira de mi caravana.

—¿Acaso no sabes que está parado? —respondió Cándido—. No tengo con qué alimentarlo, hace semanas que no recibimos periódicos.

—Precisamente acabo de hacerme con una tonelada de prospectos y están impresos en papel de diario.

lunes, 2 de enero de 2012

Sobre el regalo envenenado

Felipe cerró el trato por el quitanieves en el bar del pueblo.

—¿Qué va a hacer con el dinero? —le preguntó al hombre amarillo.

—Había pensado en comprar una cama elástica —respondió—. Pero no creo que encuentre a nadie tan pánfilo para comprármela cuando me canse de ella. Usted ya ha gastado todos sus ahorros y esta ciudad es demasiado pequeña.

—Entonces, ¿en qué lo empleará? —insistió Felipe.

—Voy a comprarle a mi mujer una bola para jugar a los bolos, es mi deporte favorito —contestó el señor gordo.

—Pero... ¡Todo el mundo sabe que uno no puede regalar a su mujer algo que ella pueda tirarle a la cabeza! — exclamó Felipe alarmado.

Mire, caballero —dijo el señor calvo—. Tengo un plan. Seguramente no es el regalo que espera, de hecho, no creo que espere ningún regalo. Pero cuando esté entre sus manos tendrá dos opciones, o bien lo guarda en el trastero y entonces podré usar la bola a mi antojo, o va a la bolera y aprende a jugar.

—Me encantan las camisas de bolos —interrumpió Felipe— y también los zapatos.

—A ella también le gustarán —prosiguió el señor con camisa blanca—. Pero los zapatos son alquilados, cuando salga tendrá que ponerse los de tacón. Conociéndola, estoy seguro de que será una excelente jugadora.

—¿Y no le da miedo que acabe jugando mejor que usted? —preguntó Felipe, intrigado.

—No me cabe duda de que lo hará. De hecho, cuando voy a la bolera ni siquiera juego, paso la noche en el bar. Me alegraría la vista —contestó el hombre de pantalones hasta los sobacos.

—Los dos sabemos que esta ciudad es minúscula —le confió Felipe—. Por poco que juegue bien, será mejor que los cuatro fulanos que intentan tumbar bolos cada noche. Entonces, querrá ir a jugar a la capital.

—Si eso sucediera, preferiría que me la hubiera arrojado a la cabeza —dijo el señor de ojos saltones  con una mueca de espanto—. Creo que compraré una cama elástica.