Felipe subió a varios trenes sin billete, viajó escondido en coches de línea y fue pasajero en automóviles de extraños donde unas veces le ofrecieron sexo y otras, consejo espiritual. No sabía muy bien a dónde iba pero siempre acababa en la misma estación, aquella que le resultaba tan familiar.
A lo largo de su periplo se alimentó de plátanos de Ecuador, Costa de Marfil, Martinica y Costa Rica. También conocido como banana o guineo, es un alimento propicio para el viaje, puesto que suele traer exóticas pegatinas de regalo.
Si algo sacó en claro Felipe del régimen bananero es que, a estas alturas, ya nadie resbala con una piel de plátano en mitad de la acera aunque, inevitablemente, acabe pisando una mierda de perro.
Durante todo este tiempo nunca dejó dejo de juguetear con los huesos de pollo, las tiras de salchichón y el musicassette del Señor Tomás (herencia de su abuelo y que era mejor que las de Marianico el Corto, por eso es la única cinta que guardó) que llevaba en el bolsillo. Un bolsillo que parecía menguar, al igual que el resto de su ropa.
Era a todas luces imposible que, escaso de víveres y haciendo siempre la colada en frío, la ropa de Felipe hubiera encogido. Pero, además de incomodo, era evidente. Felipe vivía en un constante desasosiego, el cuello de la camisa le ahogaba, no podía apenas agacharse para colocar sus trampas de piel de plátano y los pelos de las piernas asomaban, asemejándolo todavía más a Macario.
Después de mucho pensar, mucho lavar a mano y poco planchar, supo lo que había sucedido cuando se miró al espejo y vio que, donde antes estaba su cara, había algo igual de rosado pero mucho más peludo y con un ombligo en medio. Felipe había crecido.
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