Felipe esconde sus ojos chinos detrás de unas gafas ojos chingos impresos. Los ojos chinos son de gran utilidad a la hora de mirar al sol ya que no existen gafas de ojos chingos graduadas. Al igual que los ojos chinos, las gafas de ojos chingos no transmiten emociones, por lo que Felipe está pensando en pasar por la óptica y encargar unas gafas de ojos saltones con muelles para miopes faltos de expresividad.
Lejos del chiste fácil y de mal gusto, la reacción química de la dieta bananera y la radiación solar estival han tintado de amarillo la piel de Felipe, dándole un aspecto peculiar aunque, en cierto modo, más coherente. Felipe nunca acaba de fiarse de esta coloración y teme que algún día sea su hígado el que decida pasarle factura por tantos años de sobreexplotación inundándole de azufre.
Cuando dos personas de ojos chinos se miran no saben si se están desafiando, si están tristes o deseosos. El acercamiento es inevitable y la respuesta sólo llega en forma de olor cuando la nariz está pegada al cuello del interlocutor. No dejan de mirarse pero son las manos las que hacen guiños, los dientes bizquean y la lengua se pone en blanco.
En un momento como este, sería conveniente llevar un parche para no perder de vista los elementos periféricos de la escena y poder recordarla cuando la mujer de ojos chinos ya esté lejos, en Yakutia, y Felipe vuelva a la estación donde el transiberiano no tiene parada.
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