jueves, 18 de agosto de 2011

Sobre el pozo

La mujer siguió el rastro de pieles de plátano sin saber muy bien a dónde le llevaba pero con el suficiente cuidado de no resbalar.

El camino de basuras amarillas se detenía a los pies de un pozo. No estaba segura de si debía tirar una moneda o llenar el cubo. Lanzó un zloty y pidió un deseo, que el agua que sacara tuviera burbujas.

El pozo aulló, claro signo de que estaba seco.

La mujer se asomó y, aunque no esperaba encontrar agua, lo que vio al fondo era lo último que hubiera imaginado. Acurrucado y dolorido por el golpe, yacía un hombre desnudo que le resultaba familiar pese a la barba de ermitaño que llevaba atada al cuerpo a modo de maillot de halterofilia.

— Yo te conozco, eres el señor al que todo el mundo busca, todos encuentran pero que nunca aparece —dijo la mujer.

—Yo a ti también —respondió el hombre — Eres la mujer que sonreía y hacía que los demás sonrieran, la que lloraba e hizo que los otros le sonrieran a ella, que volvió a sonreír y alegró la vida a mucha gente, que de nuevo lloró y contagió su llanto, la que descubrió el remedio y volvió a sonreír como nunca antes lo había hecho. ¿Por qué ya no sonríes?

— Porque estoy cansada  y sedienta, porque casi me mato esquivando todas las pelarzas que algún desalmado ha sembrado por el camino, porque no me queda dinero y no veo ningún pozo en los alrededores y porque para uno que encuentro, en lugar de agua con gas, me topo con un adefesio escondido. Y tú, ¿por qué no sales?

— Porque enfermé de micosis y me salió un hongo tan grande entre los dedos de los pies que, cuando conseguí arrancarlo, aproveché para vestirlo con mis ropas y fingir mi propia muerte. Ahora me siento culpable por el fallecimiento de la familia del forense que hizo un revuelto con el maniquí-seta y, además, disfruto de mi popularidad. Si aparezco ahora de repente, volveré a ser un don nadie y me acusarán de haber envenenado a un padre, una madre y a sus dos hijos.

— Tu verás lo que haces —replicó la mujer — Pero cualquier forense de pro sabe que no puede comer nada que pase por su mesa de operaciones sin que antes haya macerado un tiempo en formol. Ahora me voy, allá a lo lejos veo un rastro de cáscaras de pipa y seguro que conduce a un pozo o, por lo menos, a un supermercado.

— Espera —dijo el hombre, hurgándose la barba — Toma tu moneda, gástala en Perrier y no busques más pozos, están llenos de gente escondida. Ya se que no es tu bebida favorita, pero te puedo ofrecer una soda que alguien dejó aquí olvidada.

La mujer tomó la moneda y la gaseosa y siguió su camino. El hombre pensó que, tal vez, aquella bebida a base de agua carbonatada y azúcar iba a hacer que la mujer sonriera, por lo menos hasta el supermercado más cercano. Entonces, se le ocurrió que si se cortaba la barba y fabricaba una cuerda con ella, podría trepar hasta la boca del pozo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario