Al ver aquella cosa sobre la mesa de operaciones el forense pensó que eso, más que una persona, parecía una Colmenilla. Comparando lo que tenía delante con la documentación del difunto se percató de que, hacía no mucho tiempo, aquel individuo estaba tan lozano que hubiera podido ser calificado de Boletus.
Empezó el examen por los pies, que es por donde suelen comenzar los ataques de hongos. Poco tardó en percatarse de que, en efecto, la infección empezó allí y que el fiambre no se cortaba las uñas de los pies con tijeras. Tampoco se las mordía, como era evidente en las uñas de las manos. Fue en ellas dónde encontró la respuesta con sus pinzas especiales. En lugar de pelos púbicos, trozos de piel o trazas de fluidos corporales, extrajo fragmentos de uñas de pie claramente identificables por los restos de calcetín negro que las tintaban de verde.
Encendió el dictáfono y declaró con tono solemne que el sujeto F se cortaba las uñas de los pies con las de las manos y que las de las manos las cortaba con los dientes. Apagó el dictáfono y fue a por su sierra.
Repasó el informe que describía a un varón caucásico de mediana edad, manos pequeñas, ojos rasgados, tez amarillenta, vientre prominente, alopecia rampante y vello abundante. Por mucho que se esforzara en imaginar a una especie de Homer, no dejaba de ver una seta arrugada de grandes proporciones allí tirada.
Mientras cortaba la tapa craneal se veía a él mismo sacando aquello del bosque en una cesta de mimbre, llegando al pueblo entre vítores y aclamaciones, posando orgulloso junto a su hallazgo para el periódico local y comiéndoselo.
El cerebro no aportó gran cosa, salvo por unos pliegues excesivamente sinuosos que podrían achacarse a la infección o a una mente retorcida. Tomo una muestra con el escalpelo y la depósito en un frasco de cristal para que el laboratorio despejara dudas.
Pasó a abrir la caja torácica cortando las costillas y el esternón, retiró todo el mondongo y no se sorprendió de que los órganos estuvieran en tan mal estado. Entonces, descubrió algo inquietante, el corazón estaba remendado y sostenido por una mano. Que estuviera cosido no le extrañó, estaba acostumbrado a encontrar tijeras, agujas, anillos y otros enseres olvidados por sus colegas matasanos. Pero nunca había visto un corazón en un puño dentro de un cuerpo.
Contó las manos del cadáver y le salieron dos. Además, el miembro que no tenía que estar allí llevaba las uñas pintadas y un reloj, los vecinos habían declarado que el sujeto F jamás usaba reloj y que por ello les resultaba sospechoso. Tomó de nuevo su dictáfono y afirmó tajante que eso no era un hombre, era un Rebollón.
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