miércoles, 14 de diciembre de 2011

Sobre el caldo de conejo

La calvicie y el exceso de tiempo libre le habían calentado la cabeza a Felipe. Desde que el mago homicida había hecho que lo despidieran, pasaba los días encerrado en su caravana viendo reposiciones de Scooby-Doo y probando crecepelos sin éxito. El único realmente efectivo era el que destilaba Whoodini.

Bajo los cuatro pelos que le quedaban, una idea fija le torturaba: venganza.

Felipe no pudo más y marchó hacia la mansión. Para eludir los sistemas de vigilancia, se introdujo por un campo de sorgo que servía de alimento a los pollos del prestidigitador. Se había pintado la coronilla con betún, eso evitó que el brillo le delatara cuando los reflectores de las torretas barrían el terreno circundante.

Le fue fácil abrirse paso a través de la verja metálica con el cortauñas de su abuelo podólogo y, para entretener a los perros, había guardado restos de uñas cortadas cuyo sabor era parecido al del hueso.

Entró en la casa por el sótano forzando la cerradura con la ganzúa de su abuelo cerrajero, si ésta no hubiera funcionado, había previsto servirse de la llave maestra de su abuelo sereno. No necesitó el voltímetro de su abuelo electricista para encender las luces, un simple interruptor bastó.

Se abrió camino hasta la biblioteca, allí, sentada en un sillón de mimbre de tipo Emmanuelle I,  una mujer contemplaba absorta un disco en espiral que giraba sin descanso.

— No estoy hipnotizada —dijo ella—. Pero desde que estoy aquí bebiendo consomé, es como si no pasara el tiempo.

Felipe rechazó amablemente la invitación a probar el caldo y siguió la estela invisible de olor a guiso. Llegó a la cocina, un lugar enorme repleto de jaulas donde se desangraban centenares de conejos cojos y mancos. En el centro de la estancia había una enorme marmita con forma de chistera, se aupó hasta el borde y descubrió horrorizado que lo que allí se cocía no era, ni más ni menos, que patas de conejo.

Echó un puñado de sal y un manojo de perejil para atenuar los efectos de la poción, soltó a los pobres animales, que tampoco llegaron muy lejos, y se dirigió hacia el dormitorio del hechicero.

Allí dormía plácidamente en su ataúd el pérfido Whoodini. Justo en el momento en el que Felipe se disponía a atravesarlo con la estaca de madera de su abuelo carpintero, un detalle captó su atención. En la mesilla de noche había un peluquín.

Lo que, para cualquiera con dos dedos de frente, era la prueba de que el crecepelo del mago era una estafa, a Felipe le pareció un regalo del cielo para tapar su vergüenza. Se calzó la prótesis capilar y regresó a su cubículo con ruedas, no sin antes llenar de caldo de pata de conejo la cantimplora de su abuelo explorador.

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