miércoles, 21 de diciembre de 2011

Sobre la vida social

Como de costumbre, la cena del embajador congregó a la flor y nata de la sociedad conquense. Vinieron aristócratas, notarios, poetas o clérigos y, entre todos ellos, destacaba una mujer por su belleza y elegancia.

Francisca era la envidia de las señoras, cada año lucía un vestido espectacular, algunas decían que se los hacía una modista de la capital, otras que los compraba en una exclusiva boutique parisina. Lo cierto es que venían de la misma tienda de modas de la plaza que  frecuentaban sus paisanas, sólo que hacía sus compras cuando las demás jugaban a la brisca y bebían anís.

Mientras las mujeres cuchicheaban y sus maridos miraban de reojo el trasero de Francisca, un caballero fijó la mirada en su escote.

— Bonito collar, ¿lo ha hecho usted misma? —preguntó el señor

— Es una herencia de familia, creo. Alguien debió ponerlo en mi caja musical que, por cierto, ha dejado de funcionar.

— Pues hoy es su día de suerte, soy maestro relojero y broker de materias primas. En estos momentos, con la crisis avícola mundial, los precios del pollo están por las nubes. Me gustaría que venga a  mi taller y le tasaré la pieza, por la caja de música no se preocupe, el huerfano que tengo de aprendiz le cambiará el grillo con sus pequeñas manos —propuso el caballero—. Además, estoy soltero.

— Me honra con su ofrecimiento, apuesto relojero —respondió Francisca—, pero la caja es de cuerda y el collar es un recuerdo de familia, aunque no me acuerdo de cuál.

— Se lo voy a decir claro porque no tengo tiempo que perder, el precio del pollo sube por momentos —le dijo mostrándole un incesante baile de cifras en la pantalla de su celular—. Quiero su collar para fundirlo en un lingote de pollo



Entonces Francisca recordó que los huesos era lo último que quedaba de una gallina de viaje que, después de morir al sacarla del canasto, dio un caldo tan delicioso como efímero. El hombre con quién compartió gallina y caldo hizo el collar con los restos. Rechazó amablemente la oferta.


— No sea boba —exclamó, irritado, el relojero—, ¿no sabe cuantos colgantes de osos de Tous podría comprar con ese dinero?

— El único oso que quiero es uno que me abrace pero no me ahogue —respondió Francisca. Mandarlo disecar y hacerme  con su piel una alfombra para tumbarnos juntos frente a la chimenea, yo sin ropa y él, sin entrañas ni huesos. Si alguna vez vendo esta joya, será para comprar un cepo.

En ese preciso instante, el embajador abrió la puerta a lo que pensó que era un coro infantil de villancicos, pero resultó ser una tuna enloquecida por el ansia de pollo. El aroma de las huevas de pollo que se sirvió en el aperitivo había llegado hasta la granja donde seguían un tratamiento de desintoxicación a base de codornices.

Cuando el embajador vio al relojero escupiendo sangre, después de que la horda le hubiera arrancado los empastes para rascar los restos de caviar aviar que habían quedado entre los dientes, mandó al mayordomo que hiciera un pedido urgente de pescado congelado. Para salir del paso, necesitarían un cuarto y mitad de pez espada y trescientos gramos de pez motosierra.

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