domingo, 18 de diciembre de 2011

Sobre los frutos del mar

Tras pasar medio año subiendo la escalera de caracol dejando un reguero de mocos, Felipe se plantó en lo alto del faro. Pese a la fatiga, dos cosas buenas habían sucedido: se había curado el resfriado y, aunque el último mes subió los peldaños arrastrándose, no se había transformado en una babosa.

Llamó a la puerta y le abrió una mujer, hermosa y sonriente.

— ¿Es usted Francisca Q.? —preguntó.

— Sí, soy yo —respondió ella.

Debía ser Francisca. Había llegado demasiado alto como para equivocarse.

— Muy buenos días, soy Felipe, superviviente de naufragios y otras catástrofes. Le traigo pescado derretido y una carta del capitán de un ballenero.

La mujer cogió el paquete y el sobre, metió todo en el arcón congelador y le dio las gracias, excusándose por no tener suelto para la propina.

— Pero, ¿no va a leer la carta? —le preguntó Felipe, decepcionado.

— ¿Para qué? Ese hombre está muy lejos de aquí  —contestó la mujer—. Además, guardo el pez globo disecado que me regaló. Cuando lo miro me acuerdo de que era gracioso y redondito, pero cuando me acerco, pincha. Entonces, me viene a la memoria su barba y cómo raspaba. Y ahora que caigo en la cuenta, con esas manos tan pequeñas no podía acariciarme la nuca ni retorcer mechones de pelo y con su pata de palo, era incapaz de abrirse camino.

Felipe no pudo evitar interceder por el hombre que le había salvado la vida.

— Cuando escribió esa carta, sus manos eran tentáculos de cefalópodo y su pierna una pinza de crustáceo, de las de verdad, sin muslo rebozado.

—Mire, buen hombre —zanjó ella—. Aprecio lo que hace por él. Pero esa carta tiene que estar en el congelador, junto a las notas que escribe en los envoltorios de palitos de cangrejo. El marisco sólo se puede comer en los meses del año con "r" y, de un tiempo a esta parte, ninguno contiene esa letra.

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