sábado, 17 de diciembre de 2011

Sobre el reducto

Gracias a su peculiar arquitectura, Cuenca es una de las pocas ciudades pequeñas que sobrevivió al  brote de histeria colectiva provocado por la falta de pollo y trabajo.

En sus casas encaramadas al borde del precipicio, los conquenses almacenaban grandes cantidades de pescado y marisco congelado. Desde sus bastiones, se defendían de las incursiones de los infectados arrojándoles caldo de cabeza de gambas hirviendo y raspas afiladas que se les atravesaban en la garganta.

Sin miga de pan para hacer pasar las espinas y cociéndose a fuego lento en la sopa que se había formado al fondo del barranco, los maniacos se fueron transformando en tropezones.

En el faro colgante, cuyo haz de luz verde se proyectaba hasta el Báltico pero nunca miraba al Océano Índico, vivía Francisca Q. Francisca efectuaba pedidos regulares de congelados, bajar las escaleras para ir al colmado era fácil pero subirlas con la compra a cuestas, tomaba meses.

A diferencia de sus vecinos, Francisca no se alimentaba exclusivamente de pescado empanado. En el balcón circular del faro había instalado un huerto donde crecían frutos esféricos, verduras redondeadas y hortalizas alargadas.

Cuando el agua de lluvia no bastaba para regar, abría el grifo, y cuando el grifo se secaba, bajaba a la fuente, y cuando, meses después,  conseguía subir las escaleras cargada con un cántaro vacío por los vaivenes de la subida, las plantas se habían secado. Y entonces lloraba, y las lágrimas devolvían la vida a las plantas, las plantas atraían la lluvia con su renovada verticalidad y la Compañía de Aguas del Júcar restablecía el suministro.

En pleno chaparrón, llegó Felipe al pie del faro con un lote de congelados, una carta y un resfriado de aúpa. Pensó que, para cuando consiguiera llegar a lo alto, ya no moquearía, pero el pescado empezaría a toser.

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