martes, 27 de diciembre de 2011

Sobre el correo aéreo

Tras haberse comido todos los dátiles y bebido el ron que tenían que haber cargado, la tripulación dormía la mona. El capitán salió a dar un paseo por la playa, más por aburrimiento que por hacer tiempo.

En el momento en que pensaba que, cada año, mueren más personas por accidentes de cocotero que comidos por tiburones, un hidroavión de la Aéropostale se estrelló en la arena. El capitán corrió al lugar del accidente y salvó de las llamas al piloto.

Estaba en muy mal estado, moribundo, pero consiguió mascullar un leve merci. El capitán  le sirvió un trago del cognac que siempre llevaba a mano por si se encontraba con un san bernardo. Eso le hizo hablar con mayor fluidez.

— Permítame que me presente, soy Philippe Danois, piloto de la Compagnie Générale Aéropostale. Hago la ruta desde Indochina hasta la Capital Mundial del Vermut, pasando por París, llevo semillas de ajonjolí y regreso cargado de botellas del licor de aperitivo más preciado del mundo. Este era mi último viaje en la compañía y quería entregar una carta a una mujer muy importante para mí, pero ahora la carta se ha quemado.

— ¿Es guapa? —preguntó el capitán.

— Es bella por fuera y preciosa por dentro —respondió el piloto.

— Usted va a morir —sentenció el capitán— . Díctemela y la telegrafíaré. Le ruego que sea breve, cobran por palabra.

El piloto recitó su carta y murió. Entonces, el capitán se dio cuenta de que había olvidado anotar la dirección de la dama. Buscó en los bolsillos del piloto y sólo encontró un chicle rosa. Eso le dio una idea para llevar el mensaje a su destinatario y, de paso, ahorrarse el telegrama.

Fue al poblado más próximo y buscó a una niña zíngara, fue fácil porque era una isla pequeña. Le entregó el chicle a la niña y le dijo que fuera a la Capital Mundial del Vermut y preguntara por Ema, ella le daría tres chicles más como aquel. Aprovechó para dictarle el recado del piloto:

Querida Ema,
No quería retirarme de la compañía sin darte las gracias por todo. Cuando te conocí en el hospital de campaña durante la Gran Guerra, me curaste con tus manos y tu sudor salado hizo que las heridas cicatrizaran. Desgraciadamente, el paciente de la cama de al lado, que era sonámbulo, se levantaba por la noche, hurgaba en mis heridas y me cambiaba el gotero. Me diste papel y pluma y empecé escribir mis memorias, pero el paciente de la cama de al lado, que era amnésico, retocaba los textos. Me enseñaste a hablar y a escuchar, pero el paciente de la cama de al lado, que era sordomudo, no quería practicar conmigo su idioma. Pero lo más importante es que me diste la mejor medicina y, aunque el paciente de al lado era farmacéutico, no me pidió receta y me ayudó a preparar por mi cuenta el remedio sanador. Espero haberte hecho tan feliz como yo lo fui. Te daría un beso si no le hubiera dictado esta carta a un marinero barbudo. 
Te quiere,
Philippe Danois,

— ¿Ya está? —preguntó la niña.

— Sí —respondió el capitán—. No te olvides de decir "stop" en cada punto. 

— Vale, señor payo.


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