La auditoría del libro de cuentas del ayuntamiento de la ciudad de provincias no dejó lugar a dudas, iban a empezar el año en una situación de quiebra total.
En las maltrechas arcas municipales quedaban:
Un señor que quiere mover su caravana pero no logra arrancar el quitanieves.
Un camping de tercera categoría que merecería ser de cuarta.
Una ola de frío que no remite.
Un marino mutilado que no quiere olvidar ni puede pescar, o la inversa.
Una farera que no ilumina.
Un ilusionista huido de la justicia.
Un aviador muerto cuando iba a dejar el trabajo.
Una enfermera que perdió tres chicles pero gano uno rosa.
Una cadena estadounidense de comida rápida en posición de monopolio.
Un ansia de pollo que no cesa.
Una ciudad manchega que dio ejemplo de cómo resistir a los maniacos.
Una recepción diplomática que acabó, como viene siendo costumbre, en un baño de sangre.
Una empleada de correos con sellos nuevos.
Un sistema de reparto de congelados controlado por transportistas piratas.
Un gremlin que espera la cabalgata de reyes comiéndose los caramelos.
sábado, 31 de diciembre de 2011
Sobre los usos horarios
Cada día y desde que la oficinista llegó a la estafeta de Zanzíbar, la alarma de los relojes suena exactamente a la misma hora, las 22:22.
No tendría mayor importancia si no fuera porque hay 24 relojes y cada uno de ellos marca la hora de un lugar diferente del imperio colonial británico. Trabajar en una oficina de correos sin cartas, ya de por sí tedioso, es un suplicio con las alarmas sonando cada hora.
Es imposible hacer la siesta en el turno de tarde o dormir en el de noche. Por la mañana se supone que hay que repartir la correspondencia, pero como tampoco hay con qué llenar las alforjas de la bicicleta, la oficinista cierra los ojos hasta que el estruendo proveniente del reloj de Nueva Gales del Sur le despierta.
Ayer se paró el reloj de la India, hoy se detuvo el de Belize, mañana dejará de funcionar el de Kenia. La oficinista ve peligrar su traslado conforme los países del antiguo imperio colonial van accediendo a la independencia. Por otra parte, la estafeta se va convirtiendo, poco a poco, en un lugar más tranquilo. El día en el que únicamente quede la hora de Londres podrá dormir de un tirón, sólo espera que la alarma no suene en mitad de la noche.
La oficinista se da cuenta de que el imperio tiene las horas contadas y, en breve, una mujer con un compacto peinado enlacado llegará a ser primera ministra. Privatizará el servicio de correos y, a buen seguro, cerrarán la estafeta de Zanzibar por su nula rentabilidad. Ese día, dentro de un nuevo orden mundial, podrá al fin entregar correo, aunque se trate de cartas de despido.
Descolgó el retrato descolorido de la Reina que le había estado vigilando desde que llegó a la isla, lo cortó en pedazos que pegó con cola de pez sobre una postal turística. Abrió el maletín de sellos y colocó uno de la recién estrenada República de Tanzania.
No tendría mayor importancia si no fuera porque hay 24 relojes y cada uno de ellos marca la hora de un lugar diferente del imperio colonial británico. Trabajar en una oficina de correos sin cartas, ya de por sí tedioso, es un suplicio con las alarmas sonando cada hora.
Es imposible hacer la siesta en el turno de tarde o dormir en el de noche. Por la mañana se supone que hay que repartir la correspondencia, pero como tampoco hay con qué llenar las alforjas de la bicicleta, la oficinista cierra los ojos hasta que el estruendo proveniente del reloj de Nueva Gales del Sur le despierta.
Ayer se paró el reloj de la India, hoy se detuvo el de Belize, mañana dejará de funcionar el de Kenia. La oficinista ve peligrar su traslado conforme los países del antiguo imperio colonial van accediendo a la independencia. Por otra parte, la estafeta se va convirtiendo, poco a poco, en un lugar más tranquilo. El día en el que únicamente quede la hora de Londres podrá dormir de un tirón, sólo espera que la alarma no suene en mitad de la noche.
La oficinista se da cuenta de que el imperio tiene las horas contadas y, en breve, una mujer con un compacto peinado enlacado llegará a ser primera ministra. Privatizará el servicio de correos y, a buen seguro, cerrarán la estafeta de Zanzibar por su nula rentabilidad. Ese día, dentro de un nuevo orden mundial, podrá al fin entregar correo, aunque se trate de cartas de despido.
Descolgó el retrato descolorido de la Reina que le había estado vigilando desde que llegó a la isla, lo cortó en pedazos que pegó con cola de pez sobre una postal turística. Abrió el maletín de sellos y colocó uno de la recién estrenada República de Tanzania.
jueves, 29 de diciembre de 2011
Sobre el suelo helado
Si Felipe tenía que esperar a que la maquinaria pesada peluda se pusiera en marcha, lo tenía crudo. Para cuando llegaran los primeros periódicos del año, el hielo que mantenía entero al mamut de Cándido empezaría a fundirse. Desde las entrañas, las larvas prehistóricas se abrirían camino hacia un nuevo mundo dónde simpatizarían con el festival de moscas que, cada primavera, recibe a los cuerpos en descomposición que la estación fría dejó.
Compró una pala para retirar nieve aún a sabiendas de que aumentan el riesgo de crisis cardiaca, el suelo estaba demasiado frío para utilizar una de cavar tumbas. En la ciudad de provincias enterraban a sus muertos cuando las moscas lo decidían, hasta ese momento, decoraban sus jardines con ellos y les colgaban regalos.
Felipe empezó a quitar nieve, con cada palada iban quedando al descubierto los restos de la temporada anterior: cuchillos, zapatos de tacón, botellas vacías, ceniceros llenos, corpiños, pintalabios... los antiguos inquilinos del terreno lo habían dejado todo hecho una porquería. Decidió ir a quejarse a la gerencia del parking de caravanas.
—Esto es una vergüenza. Estoy intentando sacar mi remolque y no dejan de aparecer trastos.
—Mire —le dijo el encargado— esto no es más que un camping de tercera, pero en invierno todo parece muy limpio. ¿No ha leído los carteles que prohiben quitar la nieve?
—No me había fijado, soy nuevo aquí —respondió Felipe—. Tanto que no me había percatado de que la caravana tiene ruedas.
—Usted lo que necesita es un quitanieves —sugirió el encargado—. Precisamente hay un señor en el pueblo que vende uno usado, lo encontrará en el bar, es amarillo, calvo y gordo como usted.
—Bueno, últimamente he perdido peso —objetó Felipe.
—Ya lo recuperará —sentenció el encargado.
Compró una pala para retirar nieve aún a sabiendas de que aumentan el riesgo de crisis cardiaca, el suelo estaba demasiado frío para utilizar una de cavar tumbas. En la ciudad de provincias enterraban a sus muertos cuando las moscas lo decidían, hasta ese momento, decoraban sus jardines con ellos y les colgaban regalos.
Felipe empezó a quitar nieve, con cada palada iban quedando al descubierto los restos de la temporada anterior: cuchillos, zapatos de tacón, botellas vacías, ceniceros llenos, corpiños, pintalabios... los antiguos inquilinos del terreno lo habían dejado todo hecho una porquería. Decidió ir a quejarse a la gerencia del parking de caravanas.
—Esto es una vergüenza. Estoy intentando sacar mi remolque y no dejan de aparecer trastos.
—Mire —le dijo el encargado— esto no es más que un camping de tercera, pero en invierno todo parece muy limpio. ¿No ha leído los carteles que prohiben quitar la nieve?
—No me había fijado, soy nuevo aquí —respondió Felipe—. Tanto que no me había percatado de que la caravana tiene ruedas.
—Usted lo que necesita es un quitanieves —sugirió el encargado—. Precisamente hay un señor en el pueblo que vende uno usado, lo encontrará en el bar, es amarillo, calvo y gordo como usted.
—Bueno, últimamente he perdido peso —objetó Felipe.
—Ya lo recuperará —sentenció el encargado.
Sobre la ola de frío
Cautiva y desarmada, la famélica legión de vecinos hacía cola esperando su turno para el reparto de las raciones de pollo. El invierno siberiano se había abatido sobre la ciudad de provincias. Los gatos y liebres que habían huido despavoridos, temerosos de convertirse en orejeras y gorros, fueron muy bien recibidos en la siguiente ciudad pequeña, donde se desarrolló una boyante industria peletera.
Felipe llegó al parking de caravanas dispuesto a hacer rodar su casa móvil, ardua tarea debido que el manto de nieve era tan espeso que se requerirían dos docenas de perros de trineo para tirar de la roulotte. Los perros de trineo desaparecieron en cuando llegó a la ciudad un restaurante chino ambulante que, en realidad, era la tapadera de un fabricante de abrigos de piel vuelta. Los cocineros chinos sólo servían platos congelados y, con aquellas temperaturas glaciales, tenían mucho tiempo libre para cazar perros de trineo extraviados.
Felipe decidió probar suerte en la granja de renos, pero un fabricante sueco de muebles y embutido había comprado todo el rebaño para picarlo en salchichones a base de serrín aglomerado. Tan sólo le quedaban unas avestruces que escondían la cabeza bajo la nieve, pero el criador las había prometido a un diplomático austriaco de pasado turbio.
La única solución para sacar la caravana del atolladero invernal sería alquilar el mamut de Cándido.
Cándido, que realizaba trabajos de construcción por toda la comarca, había encontrado un mamut congelado en una obra, en su estómago todavía guardaba restos de periódicos de épocas pretéritas. Si, en lugar de comerse los periódicos, se hubiera envuelto con ellos, no habría acabado atrapado en un bloque de hielo.
Por desgracia, aquel fin de semana no había prensa y el mamut de Cándido estaba aparcado falto de combustible. Algún gracioso le había puesto una bufanda y una zanahoria gigante del Pleistoceno en la trompa.
Felipe llegó al parking de caravanas dispuesto a hacer rodar su casa móvil, ardua tarea debido que el manto de nieve era tan espeso que se requerirían dos docenas de perros de trineo para tirar de la roulotte. Los perros de trineo desaparecieron en cuando llegó a la ciudad un restaurante chino ambulante que, en realidad, era la tapadera de un fabricante de abrigos de piel vuelta. Los cocineros chinos sólo servían platos congelados y, con aquellas temperaturas glaciales, tenían mucho tiempo libre para cazar perros de trineo extraviados.
Felipe decidió probar suerte en la granja de renos, pero un fabricante sueco de muebles y embutido había comprado todo el rebaño para picarlo en salchichones a base de serrín aglomerado. Tan sólo le quedaban unas avestruces que escondían la cabeza bajo la nieve, pero el criador las había prometido a un diplomático austriaco de pasado turbio.
La única solución para sacar la caravana del atolladero invernal sería alquilar el mamut de Cándido.
Cándido, que realizaba trabajos de construcción por toda la comarca, había encontrado un mamut congelado en una obra, en su estómago todavía guardaba restos de periódicos de épocas pretéritas. Si, en lugar de comerse los periódicos, se hubiera envuelto con ellos, no habría acabado atrapado en un bloque de hielo.
Por desgracia, aquel fin de semana no había prensa y el mamut de Cándido estaba aparcado falto de combustible. Algún gracioso le había puesto una bufanda y una zanahoria gigante del Pleistoceno en la trompa.
Sobre el momento preciso
En el mismo instante en que una mujer recibió un chicle rosa en la Capital Mundial del Vermut, arrojaron a las aguas del Índico el cadáver de un piloto que no sabía nadar y un marino con miedo a volar se comió un plato de caracoles, Felipe decidió que ya era hora de regresar a su caravana.
Hasta entonces, no había caído en la cuenta de que su casa tenía ruedas.
Hasta entonces, no había caído en la cuenta de que su casa tenía ruedas.
martes, 27 de diciembre de 2011
Sobre el correo aéreo
Tras haberse comido todos los dátiles y bebido el ron que tenían que haber cargado, la tripulación dormía la mona. El capitán salió a dar un paseo por la playa, más por aburrimiento que por hacer tiempo.
En el momento en que pensaba que, cada año, mueren más personas por accidentes de cocotero que comidos por tiburones, un hidroavión de la Aéropostale se estrelló en la arena. El capitán corrió al lugar del accidente y salvó de las llamas al piloto.
Estaba en muy mal estado, moribundo, pero consiguió mascullar un leve merci. El capitán le sirvió un trago del cognac que siempre llevaba a mano por si se encontraba con un san bernardo. Eso le hizo hablar con mayor fluidez.
— Permítame que me presente, soy Philippe Danois, piloto de la Compagnie Générale Aéropostale. Hago la ruta desde Indochina hasta la Capital Mundial del Vermut, pasando por París, llevo semillas de ajonjolí y regreso cargado de botellas del licor de aperitivo más preciado del mundo. Este era mi último viaje en la compañía y quería entregar una carta a una mujer muy importante para mí, pero ahora la carta se ha quemado.
— ¿Es guapa? —preguntó el capitán.
— Es bella por fuera y preciosa por dentro —respondió el piloto.
— Usted va a morir —sentenció el capitán— . Díctemela y la telegrafíaré. Le ruego que sea breve, cobran por palabra.
El piloto recitó su carta y murió. Entonces, el capitán se dio cuenta de que había olvidado anotar la dirección de la dama. Buscó en los bolsillos del piloto y sólo encontró un chicle rosa. Eso le dio una idea para llevar el mensaje a su destinatario y, de paso, ahorrarse el telegrama.
Fue al poblado más próximo y buscó a una niña zíngara, fue fácil porque era una isla pequeña. Le entregó el chicle a la niña y le dijo que fuera a la Capital Mundial del Vermut y preguntara por Ema, ella le daría tres chicles más como aquel. Aprovechó para dictarle el recado del piloto:
Querida Ema,
No quería retirarme de la compañía sin darte las gracias por todo. Cuando te conocí en el hospital de campaña durante la Gran Guerra, me curaste con tus manos y tu sudor salado hizo que las heridas cicatrizaran. Desgraciadamente, el paciente de la cama de al lado, que era sonámbulo, se levantaba por la noche, hurgaba en mis heridas y me cambiaba el gotero. Me diste papel y pluma y empecé escribir mis memorias, pero el paciente de la cama de al lado, que era amnésico, retocaba los textos. Me enseñaste a hablar y a escuchar, pero el paciente de la cama de al lado, que era sordomudo, no quería practicar conmigo su idioma. Pero lo más importante es que me diste la mejor medicina y, aunque el paciente de al lado era farmacéutico, no me pidió receta y me ayudó a preparar por mi cuenta el remedio sanador. Espero haberte hecho tan feliz como yo lo fui. Te daría un beso si no le hubiera dictado esta carta a un marinero barbudo.
No quería retirarme de la compañía sin darte las gracias por todo. Cuando te conocí en el hospital de campaña durante la Gran Guerra, me curaste con tus manos y tu sudor salado hizo que las heridas cicatrizaran. Desgraciadamente, el paciente de la cama de al lado, que era sonámbulo, se levantaba por la noche, hurgaba en mis heridas y me cambiaba el gotero. Me diste papel y pluma y empecé escribir mis memorias, pero el paciente de la cama de al lado, que era amnésico, retocaba los textos. Me enseñaste a hablar y a escuchar, pero el paciente de la cama de al lado, que era sordomudo, no quería practicar conmigo su idioma. Pero lo más importante es que me diste la mejor medicina y, aunque el paciente de al lado era farmacéutico, no me pidió receta y me ayudó a preparar por mi cuenta el remedio sanador. Espero haberte hecho tan feliz como yo lo fui. Te daría un beso si no le hubiera dictado esta carta a un marinero barbudo.
Te quiere,
Philippe Danois,
— ¿Ya está? —preguntó la niña.
— Sí —respondió el capitán—. No te olvides de decir "stop" en cada punto.
— Vale, señor payo.
Sobre la estafeta de Zanzibar
Como era costumbre por esas fechas, el ballenero llegó a la isla de Zanzibar. Antes de cargar ron y dátiles para mantener a los marineros ocupados preparando flambeados, el capitán pasó por la oficina de correos de la Royal Mail.
— Buenos días, ¿hay alguna carta de la señora Q?
— No ha llegado nada —respondió la oficinista—. Ni este año, ni el pasado, ni el próximo.
— Ya veo... ¿tiene algún otro correo para mí? —preguntó el capitán sin demasiada ilusión.
— Hace tiempo que en esta isla no recibimos correspondencia, desde que se prohibió el tráfico de esclavos y el aceite de palma, no llega ni la propaganda —precisó la empleada.
— ¿Qué hace entonces aquí? —le interpeló el capitán.
— Represento a la reina de Inglaterra en este país de salvajes —precisó ella, apesadumbrada—. Estoy esperando un nuevo destino que tarda en llegar, el imperio colonial es inmenso pero esta isla, ya de por sí pequeña, no deja de encoger. Si no me trasladan pronto acabaré ahogándome.
— Bueno, yo podría rescatarla, últimamente no pesco otra cosa que náufragos — precisó el capitán—. Las ballenas escasean y los accidentes abordo son frecuentes, no consigo suficientes piezas de recambio para los miembros que voy perdiendo. Precisamente ayer, me corté la oreja izquierda al afeitarme. No pude pegarla porque la tripulación había inhalado toda la cola, tampoco coserla, pescamos con arpón.
La oficinista se dirigió al cuarto de los objetos perdidos y regresó con una caracola.
— Nadie la ha reclamado, puede quedársela.
— Es perfecta —dijo el capitán—. ¿No tendrá algo de pegamento?
— ¿Quiere hacer el favor de dejar de ponerse esas cosas en el cuerpo? — pidió la oficinista—. Por mucho que piense que tiene manos, no son más que sucedáneos de extremidades. Aprenda a vivir con lo que le queda, aún conserva los dientes.
— ¿Qué hago entonces con la caracola? —preguntó el capitán.
— Se la acerca a la oreja derecha y oirá algo que suena como el mar pero no lo es —respondió la oficinista—. Se la pone en la nariz y olerá un perfume parecido al de las ostras que tampoco lo es.
— Y si me la como, ¿qué sabor tendrá? — preguntó el capitán, intrigado.
— A caracoles, evidentemente.
— Buenos días, ¿hay alguna carta de la señora Q?
— No ha llegado nada —respondió la oficinista—. Ni este año, ni el pasado, ni el próximo.
— Ya veo... ¿tiene algún otro correo para mí? —preguntó el capitán sin demasiada ilusión.
— Hace tiempo que en esta isla no recibimos correspondencia, desde que se prohibió el tráfico de esclavos y el aceite de palma, no llega ni la propaganda —precisó la empleada.
— ¿Qué hace entonces aquí? —le interpeló el capitán.
— Represento a la reina de Inglaterra en este país de salvajes —precisó ella, apesadumbrada—. Estoy esperando un nuevo destino que tarda en llegar, el imperio colonial es inmenso pero esta isla, ya de por sí pequeña, no deja de encoger. Si no me trasladan pronto acabaré ahogándome.
— Bueno, yo podría rescatarla, últimamente no pesco otra cosa que náufragos — precisó el capitán—. Las ballenas escasean y los accidentes abordo son frecuentes, no consigo suficientes piezas de recambio para los miembros que voy perdiendo. Precisamente ayer, me corté la oreja izquierda al afeitarme. No pude pegarla porque la tripulación había inhalado toda la cola, tampoco coserla, pescamos con arpón.
La oficinista se dirigió al cuarto de los objetos perdidos y regresó con una caracola.
— Nadie la ha reclamado, puede quedársela.
— Es perfecta —dijo el capitán—. ¿No tendrá algo de pegamento?
— ¿Quiere hacer el favor de dejar de ponerse esas cosas en el cuerpo? — pidió la oficinista—. Por mucho que piense que tiene manos, no son más que sucedáneos de extremidades. Aprenda a vivir con lo que le queda, aún conserva los dientes.
— ¿Qué hago entonces con la caracola? —preguntó el capitán.
— Se la acerca a la oreja derecha y oirá algo que suena como el mar pero no lo es —respondió la oficinista—. Se la pone en la nariz y olerá un perfume parecido al de las ostras que tampoco lo es.
— Y si me la como, ¿qué sabor tendrá? — preguntó el capitán, intrigado.
— A caracoles, evidentemente.
domingo, 25 de diciembre de 2011
Sobre el plan Sanders
Por segunda vez en menos de un siglo, España había sido salvada in extremis de morir de hambre gracias al subproducto alimentario. En esta ocasión, la calma no vino de la mano de Mr. Marshall, sino de la del Coronel Sanders y su cadena de alimentación Kentucky Fried Chicken, que trajo 25 años de paz social a precios populares, justo en el momento en el que iba a ceder la última línea de defensa en la fiesta del embajador.
Amanecía cuando el servicio doméstico empezó a limpiar vómitos y a retirar restos humanos. Apunto estuvo Felipe de acabar en la hoguera, por suerte le despertó el olor a petróleo, su uniforme de la Compañía Manchega de Ultracongelados estaba perdido de sangre, hurgó en la pila de cadáveres y sacó una pajarita.
— No me quemen, soy un invitado —dijo a los criados, mostrando la pajarita.
Felipe fue conducido a una carpa en el jardín donde los supervivientes tomaban churros y chocolate caliente. Allí estaba Francisca Q. con un matasuegras y un gorro de cartón.
— Buenos días, me alegro de verla a salvo —le saludó Felipe—. La noche ha sido un tanto movida, ¿no le parece?
— Tampoco es para tanto, la misma velada aburrida y decadente de cada año —respondió Francisca, sin demasiado interés—. Incluso he echado de menos que la boticaria tratara de envenenarme, la pobre fue una de las primeras víctimas.
— A la boticaria la maté yo cuando vi que le iba a servir una copa — Felipe no pudo contener la emoción—. Hay una persona muy importante para mí que le quiere, está persona está tan lejos que se enteraría de su envenenamiento cuando recibiera las noticias antiguas y futuras, buenas y malas, todas a la vez.
Francisca suspiró. Si cada vez que el capitán del ballenero pescaba un naufrago lo enviaba para entregar un mensaje, no iba a parar. En el mar ya no quedan ballenas y la cantidad de navegantes aficionados que se hunden a las primeras de cambio es enorme.
— Es una lástima que hiciera eso, la pócima de la boticaria, más que matarme, me ayudaba a estirar el meñique y disfrutar de la compañía.
— Han abierto un KFC aquí cerca, me gustaría invitarle a un cubo de alas rebozadas a modo de compensación —le propuso Felipe— . Mientras miro como se chupa los dedos le contaré que ese hombre sin brújula se deja llevar por las corrientes acabando, repetidamente, en el Mar de los Sargazos y necesita un soplo de viento en la oreja para salir. Que no ve la luz verde de su faro y, en las noches sin luna, encalla en bancos de arena donde pasa semanas esperando a que la marea suba y curándose las heridas con injertos de crustáceos. Que, aunque es buena persona, es un marino pésimo y, si su tripulación todavía no se ha amotinado, es porque esperan a que encuentre una concha de su tamaño para convertirse en cangrejo ermitaño de una vez por todas y, entonces, tirarlo por la borda.
— No crea que cuidar un faro es algo sencillo —contestó Francisca—. Cuando se dirige la luz hacia una parte del mundo, la otra queda a oscuras. Hoy en día es difícil encontrar a alguien que esté dispuesto ha comprometerse con un trabajo tan exigente, la soledad tampoco ayuda, pero las vistas son un excelente aliciente.
— Entonces, ¿no viene a comer pollo frito, verdad? — preguntó Felipe, conociendo de antemano la respuesta.
— No. Tampoco creo que usted debiera hacerlo.
Amanecía cuando el servicio doméstico empezó a limpiar vómitos y a retirar restos humanos. Apunto estuvo Felipe de acabar en la hoguera, por suerte le despertó el olor a petróleo, su uniforme de la Compañía Manchega de Ultracongelados estaba perdido de sangre, hurgó en la pila de cadáveres y sacó una pajarita.
— No me quemen, soy un invitado —dijo a los criados, mostrando la pajarita.
Felipe fue conducido a una carpa en el jardín donde los supervivientes tomaban churros y chocolate caliente. Allí estaba Francisca Q. con un matasuegras y un gorro de cartón.
— Buenos días, me alegro de verla a salvo —le saludó Felipe—. La noche ha sido un tanto movida, ¿no le parece?
— Tampoco es para tanto, la misma velada aburrida y decadente de cada año —respondió Francisca, sin demasiado interés—. Incluso he echado de menos que la boticaria tratara de envenenarme, la pobre fue una de las primeras víctimas.
— A la boticaria la maté yo cuando vi que le iba a servir una copa — Felipe no pudo contener la emoción—. Hay una persona muy importante para mí que le quiere, está persona está tan lejos que se enteraría de su envenenamiento cuando recibiera las noticias antiguas y futuras, buenas y malas, todas a la vez.
Francisca suspiró. Si cada vez que el capitán del ballenero pescaba un naufrago lo enviaba para entregar un mensaje, no iba a parar. En el mar ya no quedan ballenas y la cantidad de navegantes aficionados que se hunden a las primeras de cambio es enorme.
— Es una lástima que hiciera eso, la pócima de la boticaria, más que matarme, me ayudaba a estirar el meñique y disfrutar de la compañía.
— Han abierto un KFC aquí cerca, me gustaría invitarle a un cubo de alas rebozadas a modo de compensación —le propuso Felipe— . Mientras miro como se chupa los dedos le contaré que ese hombre sin brújula se deja llevar por las corrientes acabando, repetidamente, en el Mar de los Sargazos y necesita un soplo de viento en la oreja para salir. Que no ve la luz verde de su faro y, en las noches sin luna, encalla en bancos de arena donde pasa semanas esperando a que la marea suba y curándose las heridas con injertos de crustáceos. Que, aunque es buena persona, es un marino pésimo y, si su tripulación todavía no se ha amotinado, es porque esperan a que encuentre una concha de su tamaño para convertirse en cangrejo ermitaño de una vez por todas y, entonces, tirarlo por la borda.
— No crea que cuidar un faro es algo sencillo —contestó Francisca—. Cuando se dirige la luz hacia una parte del mundo, la otra queda a oscuras. Hoy en día es difícil encontrar a alguien que esté dispuesto ha comprometerse con un trabajo tan exigente, la soledad tampoco ayuda, pero las vistas son un excelente aliciente.
— Entonces, ¿no viene a comer pollo frito, verdad? — preguntó Felipe, conociendo de antemano la respuesta.
— No. Tampoco creo que usted debiera hacerlo.
miércoles, 21 de diciembre de 2011
Sobre los aguafiestas
En el caso de una caída de la red telefónica por catástrofe natural o alimentaria, el beeper o busca desempeña un papel crucial en la coordinación de los equipos de emergencia como bomberos, personal médico o repartidores de pescado congelado.
A Felipe le encantaba el aire a dealer de principios de los años 90 que le proporcionaba el dispositivo... salvando las distancias, en lugar de pollo frito distribuía pescado y el lugar no era Baltimore, sino Cuenca.
Cuando recibió el pedido, le sorprendió qué alguien pidiera peces afilados a esa hora, tenía que tratarse de algo gordo, los duelos se celebran al alba y por la noche atacan los monstruos.
Condujo el motocarro de reparto a toda velocidad hasta la residencia del embajador. Se dirigió a la entrada principal pero estaba bloqueada por un tumulto formado por, lo que parecía ser, un coro de villancicos. Pasó por la puerta de servicio y entregó la mercancía al cocinero filipino. Éste apartó a un lado los cuerpos que se iban acumulando en la cámara refrigerada y preparó unas armas rudimentarias en forma de brocheta con el género que había traído Felipe.
El embajador irrumpió en la cocina preocupado por el éxito de su fiesta.
— ¡Rápido, hay que acabar con toda la chusma antes de que se descongelen los pinchos!
Entregó un pez a Felipe y le prometió que, cuando todo acabara, le abonaría la cuenta. Pasaron al salón armas en mano, la escena que presenciaron era dantesca.
Los invitados se defendían como bien podían de la tuna enloquecida, los tunos trataban de matar a todo el que se dejara, aunque sin panderetas resultaba difícil. En el centro de aquella orgía de glamour y sangre, se alzaba la figura de la bella Francisca Q. Impasible junto al piano, con una mirada triste y ausente. No conseguía decidir cuál sería la melodía adecuada para el momento. De hecho, aquel final de fiesta le recordaba a la película Titanic y, el mero hecho de pensar en ponerle música, le parecía demasiado vulgar. Y eso la entristecía todavía más.
Como cada año, la cena del embajador era un fracaso... si el capitán no bebía más de la cuenta, un dolor de muelas le mortificaba y si la rondalla de cuarto de derecho no traía el apocalipsis a mordiscos, la arpía de la boticaria trataba de envenenarla cambiándole la copa de champaña.
Felipe se abrió camino hacia el centro de la sala y sacó una partitura del bolsillo.
— Encantado de verla de nuevo —le dijo a Francisca, entregándole la partitura—, no se si saldremos de vivos de aquí, pero no me gustaría morir en Cuenca sin oír "¿Por qué te vas?" una última vez.
— Pero si es de Jeanette —se extrañó Francisca.
— En realidad la escribió José Luis Perales para un momento como este —respondió Felipe al mismo tiempo que propinaba una estocada de espadón y jurel en pleno corazón latino de un tuno desbocado.
A Felipe le encantaba el aire a dealer de principios de los años 90 que le proporcionaba el dispositivo... salvando las distancias, en lugar de pollo frito distribuía pescado y el lugar no era Baltimore, sino Cuenca.
Cuando recibió el pedido, le sorprendió qué alguien pidiera peces afilados a esa hora, tenía que tratarse de algo gordo, los duelos se celebran al alba y por la noche atacan los monstruos.
Condujo el motocarro de reparto a toda velocidad hasta la residencia del embajador. Se dirigió a la entrada principal pero estaba bloqueada por un tumulto formado por, lo que parecía ser, un coro de villancicos. Pasó por la puerta de servicio y entregó la mercancía al cocinero filipino. Éste apartó a un lado los cuerpos que se iban acumulando en la cámara refrigerada y preparó unas armas rudimentarias en forma de brocheta con el género que había traído Felipe.
El embajador irrumpió en la cocina preocupado por el éxito de su fiesta.
— ¡Rápido, hay que acabar con toda la chusma antes de que se descongelen los pinchos!
Entregó un pez a Felipe y le prometió que, cuando todo acabara, le abonaría la cuenta. Pasaron al salón armas en mano, la escena que presenciaron era dantesca.
Los invitados se defendían como bien podían de la tuna enloquecida, los tunos trataban de matar a todo el que se dejara, aunque sin panderetas resultaba difícil. En el centro de aquella orgía de glamour y sangre, se alzaba la figura de la bella Francisca Q. Impasible junto al piano, con una mirada triste y ausente. No conseguía decidir cuál sería la melodía adecuada para el momento. De hecho, aquel final de fiesta le recordaba a la película Titanic y, el mero hecho de pensar en ponerle música, le parecía demasiado vulgar. Y eso la entristecía todavía más.
Como cada año, la cena del embajador era un fracaso... si el capitán no bebía más de la cuenta, un dolor de muelas le mortificaba y si la rondalla de cuarto de derecho no traía el apocalipsis a mordiscos, la arpía de la boticaria trataba de envenenarla cambiándole la copa de champaña.
Felipe se abrió camino hacia el centro de la sala y sacó una partitura del bolsillo.
— Encantado de verla de nuevo —le dijo a Francisca, entregándole la partitura—, no se si saldremos de vivos de aquí, pero no me gustaría morir en Cuenca sin oír "¿Por qué te vas?" una última vez.
— Pero si es de Jeanette —se extrañó Francisca.
— En realidad la escribió José Luis Perales para un momento como este —respondió Felipe al mismo tiempo que propinaba una estocada de espadón y jurel en pleno corazón latino de un tuno desbocado.
Sobre la vida social
Como de costumbre, la cena del embajador congregó a la flor y nata de la sociedad conquense. Vinieron aristócratas, notarios, poetas o clérigos y, entre todos ellos, destacaba una mujer por su belleza y elegancia.
Francisca era la envidia de las señoras, cada año lucía un vestido espectacular, algunas decían que se los hacía una modista de la capital, otras que los compraba en una exclusiva boutique parisina. Lo cierto es que venían de la misma tienda de modas de la plaza que frecuentaban sus paisanas, sólo que hacía sus compras cuando las demás jugaban a la brisca y bebían anís.
Mientras las mujeres cuchicheaban y sus maridos miraban de reojo el trasero de Francisca, un caballero fijó la mirada en su escote.
— Bonito collar, ¿lo ha hecho usted misma? —preguntó el señor
— Es una herencia de familia, creo. Alguien debió ponerlo en mi caja musical que, por cierto, ha dejado de funcionar.
— Pues hoy es su día de suerte, soy maestro relojero y broker de materias primas. En estos momentos, con la crisis avícola mundial, los precios del pollo están por las nubes. Me gustaría que venga a mi taller y le tasaré la pieza, por la caja de música no se preocupe, el huerfano que tengo de aprendiz le cambiará el grillo con sus pequeñas manos —propuso el caballero—. Además, estoy soltero.
— Me honra con su ofrecimiento, apuesto relojero —respondió Francisca—, pero la caja es de cuerda y el collar es un recuerdo de familia, aunque no me acuerdo de cuál.
— Se lo voy a decir claro porque no tengo tiempo que perder, el precio del pollo sube por momentos —le dijo mostrándole un incesante baile de cifras en la pantalla de su celular—. Quiero su collar para fundirlo en un lingote de pollo
Entonces Francisca recordó que los huesos era lo último que quedaba de una gallina de viaje que, después de morir al sacarla del canasto, dio un caldo tan delicioso como efímero. El hombre con quién compartió gallina y caldo hizo el collar con los restos. Rechazó amablemente la oferta.
— No sea boba —exclamó, irritado, el relojero—, ¿no sabe cuantos colgantes de osos de Tous podría comprar con ese dinero?
— El único oso que quiero es uno que me abrace pero no me ahogue —respondió Francisca—. Mandarlo disecar y hacerme con su piel una alfombra para tumbarnos juntos frente a la chimenea, yo sin ropa y él, sin entrañas ni huesos. Si alguna vez vendo esta joya, será para comprar un cepo.
En ese preciso instante, el embajador abrió la puerta a lo que pensó que era un coro infantil de villancicos, pero resultó ser una tuna enloquecida por el ansia de pollo. El aroma de las huevas de pollo que se sirvió en el aperitivo había llegado hasta la granja donde seguían un tratamiento de desintoxicación a base de codornices.
Cuando el embajador vio al relojero escupiendo sangre, después de que la horda le hubiera arrancado los empastes para rascar los restos de caviar aviar que habían quedado entre los dientes, mandó al mayordomo que hiciera un pedido urgente de pescado congelado. Para salir del paso, necesitarían un cuarto y mitad de pez espada y trescientos gramos de pez motosierra.
Francisca era la envidia de las señoras, cada año lucía un vestido espectacular, algunas decían que se los hacía una modista de la capital, otras que los compraba en una exclusiva boutique parisina. Lo cierto es que venían de la misma tienda de modas de la plaza que frecuentaban sus paisanas, sólo que hacía sus compras cuando las demás jugaban a la brisca y bebían anís.
Mientras las mujeres cuchicheaban y sus maridos miraban de reojo el trasero de Francisca, un caballero fijó la mirada en su escote.
— Bonito collar, ¿lo ha hecho usted misma? —preguntó el señor
— Es una herencia de familia, creo. Alguien debió ponerlo en mi caja musical que, por cierto, ha dejado de funcionar.
— Pues hoy es su día de suerte, soy maestro relojero y broker de materias primas. En estos momentos, con la crisis avícola mundial, los precios del pollo están por las nubes. Me gustaría que venga a mi taller y le tasaré la pieza, por la caja de música no se preocupe, el huerfano que tengo de aprendiz le cambiará el grillo con sus pequeñas manos —propuso el caballero—. Además, estoy soltero.
— Me honra con su ofrecimiento, apuesto relojero —respondió Francisca—, pero la caja es de cuerda y el collar es un recuerdo de familia, aunque no me acuerdo de cuál.
— Se lo voy a decir claro porque no tengo tiempo que perder, el precio del pollo sube por momentos —le dijo mostrándole un incesante baile de cifras en la pantalla de su celular—. Quiero su collar para fundirlo en un lingote de pollo
Entonces Francisca recordó que los huesos era lo último que quedaba de una gallina de viaje que, después de morir al sacarla del canasto, dio un caldo tan delicioso como efímero. El hombre con quién compartió gallina y caldo hizo el collar con los restos. Rechazó amablemente la oferta.
— No sea boba —exclamó, irritado, el relojero—, ¿no sabe cuantos colgantes de osos de Tous podría comprar con ese dinero?
— El único oso que quiero es uno que me abrace pero no me ahogue —respondió Francisca—. Mandarlo disecar y hacerme con su piel una alfombra para tumbarnos juntos frente a la chimenea, yo sin ropa y él, sin entrañas ni huesos. Si alguna vez vendo esta joya, será para comprar un cepo.
En ese preciso instante, el embajador abrió la puerta a lo que pensó que era un coro infantil de villancicos, pero resultó ser una tuna enloquecida por el ansia de pollo. El aroma de las huevas de pollo que se sirvió en el aperitivo había llegado hasta la granja donde seguían un tratamiento de desintoxicación a base de codornices.
Cuando el embajador vio al relojero escupiendo sangre, después de que la horda le hubiera arrancado los empastes para rascar los restos de caviar aviar que habían quedado entre los dientes, mandó al mayordomo que hiciera un pedido urgente de pescado congelado. Para salir del paso, necesitarían un cuarto y mitad de pez espada y trescientos gramos de pez motosierra.
lunes, 19 de diciembre de 2011
Sobre la velocidad del sonido
Horas después, el ruido del impacto llegó hasta el balcón de Francisca. Al asomarse vio una calva que le resultaba familiar y, mucho más abajo, al fondo del barranco, distinguió una diminuta masa espachurrada que ya era pequeña de por sí.
Abrió la alhacena y sacó sus joyas para decidir cuál llevaría a la fiesta del embajador.
El broche con un corazón abierto tenía un problema, el imperdible atravesaba el órgano y era imposible fijarlo a la blusa.
El collar de orejas cortadas siempre hacía perder el tiempo escuchando conversaciones insulsas.
El pasador con flor carnívora era práctico para quitarse a los moscones de encima pero tenía tendencia a pasear la lengua por la oreja, dejándola perdida de baba.
El anillo de descargas eléctricas solía fulminar a los recién conocidos, los pocos que optaban por besarlo tomando delicadamente su mano, no entendían la broma.
Los pendientes de perla rara eran tan raros que no paraban de susurrar al oído cosas extrañas, exigían demasiada concentración para saber de qué diantre estaban hablando. Su efecto en la dinámica de interacción social de la noche era nefasto.
Pensó que podría llevar la diadema de coral con incrustaciones de pepino de mar que le había regalado el capitán, pero no daba tiempo a descongelarla. Además, desprendía un olor a rancio francamente insoportable (aunque a algunos comedores de arenques les abría el apetito).
Entonces, encontró un curioso colgante confeccionado con huesos, picos y patas de pollo. Le pareció la opción más adecuada para un acto elegante pero informal.
No era consciente de lo que hacía.
Abrió la alhacena y sacó sus joyas para decidir cuál llevaría a la fiesta del embajador.
El broche con un corazón abierto tenía un problema, el imperdible atravesaba el órgano y era imposible fijarlo a la blusa.
El collar de orejas cortadas siempre hacía perder el tiempo escuchando conversaciones insulsas.
El pasador con flor carnívora era práctico para quitarse a los moscones de encima pero tenía tendencia a pasear la lengua por la oreja, dejándola perdida de baba.
El anillo de descargas eléctricas solía fulminar a los recién conocidos, los pocos que optaban por besarlo tomando delicadamente su mano, no entendían la broma.
Los pendientes de perla rara eran tan raros que no paraban de susurrar al oído cosas extrañas, exigían demasiada concentración para saber de qué diantre estaban hablando. Su efecto en la dinámica de interacción social de la noche era nefasto.
Pensó que podría llevar la diadema de coral con incrustaciones de pepino de mar que le había regalado el capitán, pero no daba tiempo a descongelarla. Además, desprendía un olor a rancio francamente insoportable (aunque a algunos comedores de arenques les abría el apetito).
Entonces, encontró un curioso colgante confeccionado con huesos, picos y patas de pollo. Le pareció la opción más adecuada para un acto elegante pero informal.
No era consciente de lo que hacía.
Sobre la gravedad
Antes de bajar del faro, Felipe aprovechó para contemplar a Francisca que estaba de espaldas regando sus plantas, pensó que el capitán habría disfrutando como un enano paseando sus tentáculos por ese cuerpo.
Estaba tan absorto imaginando la escena que, sin darse cuenta, había bajado las escaleras y ya estaba en la calle... y hubiera caído al precipicio de no ser porque, justo cuando se dirigía con paso firme e ideas peregrinas al borde del abismo, una voz le devolvió a la realidad, a Cuenca, la Venecia del barranquismo.
— ¡Oiga, cuidado por donde anda, me ha pisado!
Felipe no vio nada delante suyo puesto que sólo había un vacío, pero bajo sus pies una persona diminuta se interponía entre sus zapatos y una muerte segura.
— Vaya, disculpe, andaba yo pensando en un cuerpo de mujer voluptuoso y unos tentáculos pegajosos que se enroscaban por todos sus pliegues y era imposible que lo soltaran porque el deseo es más fuerte que las ventosas. Creo que me acaba de salvar la vida —dijo Felipe.
— Y usted acaba de arruinar mi suicido —replicó el enano, enfurecido—. ¿Sabe que una persona de mi tamaño tarda el doble de tiempo en caer que otra de su estatura?
Felipe, que no conocía muy bien las leyes de la física, nunca lo hubiera imaginado. Le propinó un puntapié empírico y sacó un cronómetro. Cómo no estaba dispuesto a hacer de cobaya de su propio experimento y tardó un buen rato en oír el golpe, dio por buena la afirmación del enano.
Estaba tan absorto imaginando la escena que, sin darse cuenta, había bajado las escaleras y ya estaba en la calle... y hubiera caído al precipicio de no ser porque, justo cuando se dirigía con paso firme e ideas peregrinas al borde del abismo, una voz le devolvió a la realidad, a Cuenca, la Venecia del barranquismo.
— ¡Oiga, cuidado por donde anda, me ha pisado!
Felipe no vio nada delante suyo puesto que sólo había un vacío, pero bajo sus pies una persona diminuta se interponía entre sus zapatos y una muerte segura.
— Vaya, disculpe, andaba yo pensando en un cuerpo de mujer voluptuoso y unos tentáculos pegajosos que se enroscaban por todos sus pliegues y era imposible que lo soltaran porque el deseo es más fuerte que las ventosas. Creo que me acaba de salvar la vida —dijo Felipe.
— Y usted acaba de arruinar mi suicido —replicó el enano, enfurecido—. ¿Sabe que una persona de mi tamaño tarda el doble de tiempo en caer que otra de su estatura?
Felipe, que no conocía muy bien las leyes de la física, nunca lo hubiera imaginado. Le propinó un puntapié empírico y sacó un cronómetro. Cómo no estaba dispuesto a hacer de cobaya de su propio experimento y tardó un buen rato en oír el golpe, dio por buena la afirmación del enano.
domingo, 18 de diciembre de 2011
Sobre los frutos del mar
Tras pasar medio año subiendo la escalera de caracol dejando un reguero de mocos, Felipe se plantó en lo alto del faro. Pese a la fatiga, dos cosas buenas habían sucedido: se había curado el resfriado y, aunque el último mes subió los peldaños arrastrándose, no se había transformado en una babosa.
Llamó a la puerta y le abrió una mujer, hermosa y sonriente.
— ¿Es usted Francisca Q.? —preguntó.
— Sí, soy yo —respondió ella.
Debía ser Francisca. Había llegado demasiado alto como para equivocarse.
— Muy buenos días, soy Felipe, superviviente de naufragios y otras catástrofes. Le traigo pescado derretido y una carta del capitán de un ballenero.
La mujer cogió el paquete y el sobre, metió todo en el arcón congelador y le dio las gracias, excusándose por no tener suelto para la propina.
— Pero, ¿no va a leer la carta? —le preguntó Felipe, decepcionado.
— ¿Para qué? Ese hombre está muy lejos de aquí —contestó la mujer—. Además, guardo el pez globo disecado que me regaló. Cuando lo miro me acuerdo de que era gracioso y redondito, pero cuando me acerco, pincha. Entonces, me viene a la memoria su barba y cómo raspaba. Y ahora que caigo en la cuenta, con esas manos tan pequeñas no podía acariciarme la nuca ni retorcer mechones de pelo y con su pata de palo, era incapaz de abrirse camino.
Felipe no pudo evitar interceder por el hombre que le había salvado la vida.
— Cuando escribió esa carta, sus manos eran tentáculos de cefalópodo y su pierna una pinza de crustáceo, de las de verdad, sin muslo rebozado.
—Mire, buen hombre —zanjó ella—. Aprecio lo que hace por él. Pero esa carta tiene que estar en el congelador, junto a las notas que escribe en los envoltorios de palitos de cangrejo. El marisco sólo se puede comer en los meses del año con "r" y, de un tiempo a esta parte, ninguno contiene esa letra.
Llamó a la puerta y le abrió una mujer, hermosa y sonriente.
— ¿Es usted Francisca Q.? —preguntó.
— Sí, soy yo —respondió ella.
Debía ser Francisca. Había llegado demasiado alto como para equivocarse.
— Muy buenos días, soy Felipe, superviviente de naufragios y otras catástrofes. Le traigo pescado derretido y una carta del capitán de un ballenero.
La mujer cogió el paquete y el sobre, metió todo en el arcón congelador y le dio las gracias, excusándose por no tener suelto para la propina.
— Pero, ¿no va a leer la carta? —le preguntó Felipe, decepcionado.
— ¿Para qué? Ese hombre está muy lejos de aquí —contestó la mujer—. Además, guardo el pez globo disecado que me regaló. Cuando lo miro me acuerdo de que era gracioso y redondito, pero cuando me acerco, pincha. Entonces, me viene a la memoria su barba y cómo raspaba. Y ahora que caigo en la cuenta, con esas manos tan pequeñas no podía acariciarme la nuca ni retorcer mechones de pelo y con su pata de palo, era incapaz de abrirse camino.
Felipe no pudo evitar interceder por el hombre que le había salvado la vida.
— Cuando escribió esa carta, sus manos eran tentáculos de cefalópodo y su pierna una pinza de crustáceo, de las de verdad, sin muslo rebozado.
—Mire, buen hombre —zanjó ella—. Aprecio lo que hace por él. Pero esa carta tiene que estar en el congelador, junto a las notas que escribe en los envoltorios de palitos de cangrejo. El marisco sólo se puede comer en los meses del año con "r" y, de un tiempo a esta parte, ninguno contiene esa letra.
sábado, 17 de diciembre de 2011
Sobre el reducto
Gracias a su peculiar arquitectura, Cuenca es una de las pocas ciudades pequeñas que sobrevivió al brote de histeria colectiva provocado por la falta de pollo y trabajo.
En sus casas encaramadas al borde del precipicio, los conquenses almacenaban grandes cantidades de pescado y marisco congelado. Desde sus bastiones, se defendían de las incursiones de los infectados arrojándoles caldo de cabeza de gambas hirviendo y raspas afiladas que se les atravesaban en la garganta.
Sin miga de pan para hacer pasar las espinas y cociéndose a fuego lento en la sopa que se había formado al fondo del barranco, los maniacos se fueron transformando en tropezones.
En el faro colgante, cuyo haz de luz verde se proyectaba hasta el Báltico pero nunca miraba al Océano Índico, vivía Francisca Q. Francisca efectuaba pedidos regulares de congelados, bajar las escaleras para ir al colmado era fácil pero subirlas con la compra a cuestas, tomaba meses.
A diferencia de sus vecinos, Francisca no se alimentaba exclusivamente de pescado empanado. En el balcón circular del faro había instalado un huerto donde crecían frutos esféricos, verduras redondeadas y hortalizas alargadas.
Cuando el agua de lluvia no bastaba para regar, abría el grifo, y cuando el grifo se secaba, bajaba a la fuente, y cuando, meses después, conseguía subir las escaleras cargada con un cántaro vacío por los vaivenes de la subida, las plantas se habían secado. Y entonces lloraba, y las lágrimas devolvían la vida a las plantas, las plantas atraían la lluvia con su renovada verticalidad y la Compañía de Aguas del Júcar restablecía el suministro.
En pleno chaparrón, llegó Felipe al pie del faro con un lote de congelados, una carta y un resfriado de aúpa. Pensó que, para cuando consiguiera llegar a lo alto, ya no moquearía, pero el pescado empezaría a toser.
En sus casas encaramadas al borde del precipicio, los conquenses almacenaban grandes cantidades de pescado y marisco congelado. Desde sus bastiones, se defendían de las incursiones de los infectados arrojándoles caldo de cabeza de gambas hirviendo y raspas afiladas que se les atravesaban en la garganta.
Sin miga de pan para hacer pasar las espinas y cociéndose a fuego lento en la sopa que se había formado al fondo del barranco, los maniacos se fueron transformando en tropezones.
En el faro colgante, cuyo haz de luz verde se proyectaba hasta el Báltico pero nunca miraba al Océano Índico, vivía Francisca Q. Francisca efectuaba pedidos regulares de congelados, bajar las escaleras para ir al colmado era fácil pero subirlas con la compra a cuestas, tomaba meses.
A diferencia de sus vecinos, Francisca no se alimentaba exclusivamente de pescado empanado. En el balcón circular del faro había instalado un huerto donde crecían frutos esféricos, verduras redondeadas y hortalizas alargadas.
Cuando el agua de lluvia no bastaba para regar, abría el grifo, y cuando el grifo se secaba, bajaba a la fuente, y cuando, meses después, conseguía subir las escaleras cargada con un cántaro vacío por los vaivenes de la subida, las plantas se habían secado. Y entonces lloraba, y las lágrimas devolvían la vida a las plantas, las plantas atraían la lluvia con su renovada verticalidad y la Compañía de Aguas del Júcar restablecía el suministro.
En pleno chaparrón, llegó Felipe al pie del faro con un lote de congelados, una carta y un resfriado de aúpa. Pensó que, para cuando consiguiera llegar a lo alto, ya no moquearía, pero el pescado empezaría a toser.
Sobre la cadena del frío
Semanas antes de que el ballenero llegara a puerto, ya se había congregado en el muelle una flota de transportistas, taberneros, mujeres de vida alegre y vendedores de videocassettes. Intercambiaban sus servicios con la tranquilidad que daba saber que, de todas formas, los marineros acabarían comprando favores sexuales al camionero, vino a las meretrices y cargando los congelados en video-clubs ambulantes.
Felipe montó en la furgoneta que iba a Cuenca y se acomodó entre las cajas de pescado con la misión de picar hielo para mantener la carga en buenas condiciones. Por suerte, era invierno y el viaje se anunciaba tranquilo. Más por curiosidad que por aburrimiento, Felipe abrió la carta que le había encomendado el capitán y la leyó:
Querida Francisca Q.
Hace ya años que tus cartas no llegan a la estafeta de Zanzíbar. Has de saber que, en alta mar, el tiempo transcurre de manera diferente. Lo que para ti son años, yo los mido en kilómetros de intestino de cachalote... y son interminables.
He confiado este correo a un naufrago que tenía que ir a Cuenca. Espero que todavía estés allí o que, al menos, pases alguna vez de visita.
Cuando leas estas líneas, yo estaré de nuevo surcando los siete mares tratando de acabar con las cuatro o cinco ballenas que deben quedar. Pronto terminaré con este maldito trabajo. Entonces bajaré a tierra y ya no volveré a navegar. Me gustaría verte de nuevo aunque no se si me reconocerás, tras varios accidentes y amputaciones, hubo que improvisar. Mi pata de palo es ahora de cangrejo y mis manos son tentáculos de sepia que se mueren por abrazarte.
Si alguna vez encuentras un surimi, no tires el envoltorio, escribo en ellos notas de amor. Al principio, probé con botellas, pero todas acaban en islas desiertas. Después, mandé mensajes en bolsas de plástico, pero ahogaban a los delfines.
Sinceramente tuyo,
Capitán Iglo
Felipe montó en la furgoneta que iba a Cuenca y se acomodó entre las cajas de pescado con la misión de picar hielo para mantener la carga en buenas condiciones. Por suerte, era invierno y el viaje se anunciaba tranquilo. Más por curiosidad que por aburrimiento, Felipe abrió la carta que le había encomendado el capitán y la leyó:
Querida Francisca Q.
Hace ya años que tus cartas no llegan a la estafeta de Zanzíbar. Has de saber que, en alta mar, el tiempo transcurre de manera diferente. Lo que para ti son años, yo los mido en kilómetros de intestino de cachalote... y son interminables.
He confiado este correo a un naufrago que tenía que ir a Cuenca. Espero que todavía estés allí o que, al menos, pases alguna vez de visita.
Cuando leas estas líneas, yo estaré de nuevo surcando los siete mares tratando de acabar con las cuatro o cinco ballenas que deben quedar. Pronto terminaré con este maldito trabajo. Entonces bajaré a tierra y ya no volveré a navegar. Me gustaría verte de nuevo aunque no se si me reconocerás, tras varios accidentes y amputaciones, hubo que improvisar. Mi pata de palo es ahora de cangrejo y mis manos son tentáculos de sepia que se mueren por abrazarte.
Si alguna vez encuentras un surimi, no tires el envoltorio, escribo en ellos notas de amor. Al principio, probé con botellas, pero todas acaban en islas desiertas. Después, mandé mensajes en bolsas de plástico, pero ahogaban a los delfines.
Sinceramente tuyo,
Capitán Iglo
viernes, 16 de diciembre de 2011
Sobre el pescado congelado
— Ha tenido suerte, caballero —dijo el capitán—, si hubiera caído en la cadena transformadora de palitos del mar ahora no estaría aquí. La picadora de surimi es bastante fetichista y no admite ni lencería ni zapatos de tacón.
— Pero, ¿cuánto tiempo llevo dormido? —preguntó Felipe, confuso.
— Eso depende de si 9 meses en coma le parece demasiado —respondió el capitán—. Todavía seguimos sacando de la ballena aros de calamar a la romana y aún no hemos empezado a preparar los cosméticos y las velas.
— ¿Qué ha sido de mi barco? ¿Cómo llegaré a Cuenca? —se inquietó Felipe.
— Era evidente que usted no sabía pilotar un barco, no se preocupe por él, ahora forma parte de la rebocina. Y en cuanto a lo de llegar a Cuenca... tan pronto como arribemos a puerto, le pondré en el primer camión frigorífico que salga para allá. Únicamente le pediré que, a cambio, entregue una carta a una mujer —contestó el capitán.
— ¿Y quién es ella? ¿En qué lugar se enamoraron? —demandó Felipe.
— La conocí cuando lo único que capitaneaba eran patinetes acuáticos. Tiempo después, empecé a pescar en el lago y no pasé con ella el tiempo que hubiera debido. Después, serví piñas coladas en cruceros y empezó a sentirse sola. Finalmente, cuando me enrolé en este ballenero y pasé años lejos de casa, se olvidó de mí —afirmó apesadumbrado el capitán.
— No se preocupé, la buscaré. Pero, ¿no se ha enterado de que en el pueblo todo el mundo se ha vuelto loco y se matan unos a otros por unos huesos de pollo? — dijo Felipe.
— Aquí no nos llegan las noticias y, cuando tenemos la necesidad de mantenernos informados, nos ponemos en el magnetoscopio de la cantina los telediarios grabados en cintas VHS.
Aquella noche, Felipe cenó unos muslitos de cangrejo con un ligero sabor a mar mientras veía en el parte como empezaba la guerra de las Malvinas.
Sobre el velero
Felipe abrió el kit de supervivencia para casos de catástrofe mayor, durante los últimos meses había estado sirviéndose generosamente de él, tan sólo quedaba una caja de tamiflú caducado y una lata de sardinas en aceite.
Aunque ninguno de los infectados vestía sombrero mexicano o nariz de cerdo postiza, se tomó las pastillas. Las sardinas las guardó para una cena romántica a la luz de las velas cuando todo hubiera pasado o cortaran el suministro eléctrico.
Estaba claro que no iba a durar mucho tiempo encerrado en la caravana antes de que el estómago le pidiera pollo y acabara uniéndose a la muchedumbre hambrienta. Decidió partir rumbo a Cuenca con lo puesto, una camisa, un pantalón vaquero y un monedero de piel.
Llegó al puerto con el peluquín en su sitio, lo que quería decir que todavía seguía con vida. Allí había tres veleros, eligió el que tenía por nombre "Libertad" pese a que parecía el más propenso a naufragar.
En ese momento, maldijo el día en el que se inscribió en la autoescuela y rechazó con sorna la oferta que, por un euro de más, le permitía contar con la licencia de patrón de embarcaciones. Tuvo que volver al pueblo, sortear la horda famélica, verificar que el peluquín seguía ahí, entrar en la autoescuela, buscar un manual de manejo de barcos, hacer unos tests interactivos en una sala abandonada, buscar un cartel con una L, regresar al embarcadero, ponerse una gorra de capitán y preparar cebo con el peluquín.
Pasó largo tiempo en alta mar a merced de las corrientes, parecía que ninguna llevaba hasta Cuenca. Comió bien mientras duró la pesca, pero el día en que lanzó al agua su último anzuelo de peluquín, supo que si no picaba una peluca de juez, moriría de inanición.
Como lo único que consiguió sacar fue un zapato de tacón, no le importó demasiado que un calamar gigante le llevara consigo a las profundidades, que una ballena se comiera al calamar y al velero y que un ballenero noruego capturara al cetáceo.
Lo que no acabó de gustarle fue que la máquina trituradora de surimis se detuviera justo en el momento en el que la cinta transportadora se atascó con el zapato de tacón que había pescado. Para aquel entonces, ya estaba cubierto de fécula de patata y colorante rosa.
miércoles, 14 de diciembre de 2011
Sobre la recesión
La quiebra de la fábrica de crecepelo trajo intranquilidad. De repente, la gente no podía conciliar el sueño y la venta de almohadas de plumas cayó en picado. Aquellos que no perdieron el apetito se quedaron sin trabajo.
No se sabe qué vino primero, si el cierre de la granja o el desplome del consumo de nuggets. Lo que está claro es que, de la noche a la mañana, el pueblo se despertó calvo y sin esperanza, parado y sin industria, hambriento y sin restaurantes de comida rápida... con ganas de matar a alguien y sin una sola almohada para axfisiarle.
El antiguo magnate de la industria avícola tuvo que vender sus animales exóticos a un circo como alimento para las fieras, evidentemente todas aparecieron muertas al día siguiente, salvo el coro acrobático de gremlins que se hicieron todavía más malos. Aprovechando la sonoridad de su nombre, Whoodini se ofreció a trabajar como jefe de pista para reparar el desaguisado.
Días después, Felipe despertó aturdido tras haber estado dándole a la cantimplora de caldo de conejo. Cuando salió de su caravana, la desolación le estremeció, pero no fue nada comparable al terror que le provocó ver a sus vecinos transformados en una horda de adictos al pollo, matándose por relamer las migas de un cubo de chicken wings.
Felipe, que había visto muchas películas de zombies, sabía que los infectados iban a detectar el aroma de la esencia de pollo en la loción capilar de su peluquín, le atacarían y se lo arrancarían a mordiscos con tanto frenesí que, a buen seguro, su cerebro iba a formar parte de la merienda.
Dio media vuelta, se atrincheró en la roulotte y preparó una infusión con el llavero de la suerte de su abuelo supersticioso.
Sobre el caldo de conejo
La calvicie y el exceso de tiempo libre le habían calentado la cabeza a Felipe. Desde que el mago homicida había hecho que lo despidieran, pasaba los días encerrado en su caravana viendo reposiciones de Scooby-Doo y probando crecepelos sin éxito. El único realmente efectivo era el que destilaba Whoodini.
Bajo los cuatro pelos que le quedaban, una idea fija le torturaba: venganza.
Felipe no pudo más y marchó hacia la mansión. Para eludir los sistemas de vigilancia, se introdujo por un campo de sorgo que servía de alimento a los pollos del prestidigitador. Se había pintado la coronilla con betún, eso evitó que el brillo le delatara cuando los reflectores de las torretas barrían el terreno circundante.
Le fue fácil abrirse paso a través de la verja metálica con el cortauñas de su abuelo podólogo y, para entretener a los perros, había guardado restos de uñas cortadas cuyo sabor era parecido al del hueso.
Entró en la casa por el sótano forzando la cerradura con la ganzúa de su abuelo cerrajero, si ésta no hubiera funcionado, había previsto servirse de la llave maestra de su abuelo sereno. No necesitó el voltímetro de su abuelo electricista para encender las luces, un simple interruptor bastó.
Se abrió camino hasta la biblioteca, allí, sentada en un sillón de mimbre de tipo Emmanuelle I, una mujer contemplaba absorta un disco en espiral que giraba sin descanso.
— No estoy hipnotizada —dijo ella—. Pero desde que estoy aquí bebiendo consomé, es como si no pasara el tiempo.
Felipe rechazó amablemente la invitación a probar el caldo y siguió la estela invisible de olor a guiso. Llegó a la cocina, un lugar enorme repleto de jaulas donde se desangraban centenares de conejos cojos y mancos. En el centro de la estancia había una enorme marmita con forma de chistera, se aupó hasta el borde y descubrió horrorizado que lo que allí se cocía no era, ni más ni menos, que patas de conejo.
Echó un puñado de sal y un manojo de perejil para atenuar los efectos de la poción, soltó a los pobres animales, que tampoco llegaron muy lejos, y se dirigió hacia el dormitorio del hechicero.
Allí dormía plácidamente en su ataúd el pérfido Whoodini. Justo en el momento en el que Felipe se disponía a atravesarlo con la estaca de madera de su abuelo carpintero, un detalle captó su atención. En la mesilla de noche había un peluquín.
Lo que, para cualquiera con dos dedos de frente, era la prueba de que el crecepelo del mago era una estafa, a Felipe le pareció un regalo del cielo para tapar su vergüenza. Se calzó la prótesis capilar y regresó a su cubículo con ruedas, no sin antes llenar de caldo de pata de conejo la cantimplora de su abuelo explorador.
martes, 13 de diciembre de 2011
Sobre el reguero de muertes
La primera víctima fue encontrada devorada por las hormigas, pero el exámen toxicológico reveló que aquello no fue la causa de la muerte. El análisis del laboratorio era contundente, "Causa del fallecimiento: fallo multiorgánico causado por el veneno del espolón de un ornitorrinco macho".
La situación se planteaba complicada para Felipe, alguacil de una pequeña ciudad de provincias. Su último caso con un cadaver sin identificar se había cerrado rápidamente al concluirse que no era humano.
La investigación no empezó tomar forma hasta que, unos días después, un pastor halló un cuerpo momificado en un campo de cereal. El acartonamiento de la piel que, en un principio, fue atribuido al efecto del sol, resultó ser la marca clara de la picadura de la avispa marina, un tipo de medusa.
Cuando el cúnico empezaba a pandir entre la población y la prensa local ya hablaba del "Asesino de las especies exóticas", apareció un nuevo cadáver. Esta vez se trataba, a todas luces, de un homicidio. El difunto todavía tenía puesto el walkman con una etiqueta manuscrita donde se indicaba que lo que había grabado en la cinta TDK de 90 minutos era "Canto de sirenas".
La situación se le empezaba a escapar de las manos al alguacil, por lo que decidió llamar a un equipo de investigadores especializados en misterios de aquella índole y que viajaban por todo el país en una vieja furgoneta acompañados por un Gran Danés.
Cuando los jóvenes detectives iniciaron sus pesquisas, todas las pistas conducían al mismo lugar: el zoo privado de Whoodini.
Whoodini era un antiguo ilusionista que había hecho fortuna con la cría de pollos sin pico ni plumas destinados a las grandes cadenas de comida rápida. La principal ventaja frente a sus competidores era que aprovechaba el subproducto plumipícola para fabricar almohadas y crecepelo. Su granja daba trabajo a la mitad del pueblo, proporcionaba descanso a la otra mitad y esperanza a unos cuantos calvos. En su inmensa propiedad, Whoodini había construido un gigantesco animalario donde coleccionaba las especies más raras y venenosas del mundo. No había animal, por amenazado que estuviera, que se resistiera al ansia coleccionista del mago ni a su riqueza.
Felipe, los investigadores y el perro montaron en la "Máquina del misterio", pues así se llamaba la furgoneta, y se dirigieron hacia la mansión de Whoodini. Éste les recibió altivo y confiado, consciente de su poder. Allí había ornitorrincos, medusas, sirenas, arañas, serpientes... en cantidad suficiente como para acabar con toda la ciudad.
La chica de gafas y medias-calcetín, la más lista de los jóvenes investigadores, no se dejó impresionar por el suculento buffet con el que les obsequió Whoodini. Mientras sus compañeros y el perro se hartaban de comer galletas en forma de hueso y Felipe paseaba distraido por la finca, le dijo:
— En cualquier telefilm de misterio de media hora de duración, es el primer sospechoso el que luego parece no serlo, después se piensa que es otro, este otro acaba siendo el primero cuando se le quita la máscara y descubrimos que es él el culpable. ¡Y ese culpable es ústed, Señor Whoodini!
No pareció impresionado y replicó:
— Sí, soy yo el asesino. Pero ¿qué más da? ¿Acaso va a cambiar algo? Mirad, chicos, parece que teneís talento y yo tengo contactos con el mundo del espectáculo. ¿Que os parecería vuestra propia serie de televisión?
Las muertes no cesaron pero los habitantes de la ciudad, al menos los que quedaban en vida, mantuvieron su trabajo en la granja. La otra mitad dormía a pierna suelta sintiendose afortunados por no ser ellos la siguiente víctima y Felipe , que había sido despedido de su puesto de alguacil en la corporación municipal, notó que las entradas de su frente parecían querer juntarse en el centro del cogote.
lunes, 12 de diciembre de 2011
Sobre las apariciones
Cuando le visitó el fantasma de las navidades pasadas trajo un frasco de colonia "Anttonio Banderas by Vittorio y Luccino". Felipe protestó y le dijo al espectro que eso no era auténtico, que ningún perfume que se preciara podía contener más de dos palabras con consonante doble y que, además, nunca se pondría algo que picara en las axilas.
Al día siguiente llegó el fantasma de las navidades presentes vistiendo traje y corbata con la colección completa de los grandes éxitos de la literatura clásica del Círculo de Lectores. Felipe rechazó amablemente el presente alegando que, como libro de cabecera, ya le había provocado tortícolis y que no estaba en condiciones de comprometerse a una suscripción perpetua.
Por último, hizo acto de presencia el fantasma de las navidades futuras con un galgo y una correa. No le dio elección, si no aceptaba su regalo se quedaba sin nada.
Felipe tenía dos opciones, o bien se ahorcaba con la correa y dejaba morirse de hambre al perro, o se apretaba el cinturón y apostaba por el cánido.
Sobre el regalo de navidad
Felipe recorrió todos los bazares chinos del barrio preguntando por gremlins.
Algún espabilado en un polígono industrial de Fuenlabrada había tenido la idea de mojar al bicho y, desde entonces, las simpáticas mascotas se habían convertido en el regalo estrella de las fiestas de fin de año. La capacidad de multiplicación exponencial no bastaba para satisfacer una demanda frenética. Proliferaban las adulteraciones de índole diversa y las imitaciones, a menudo en forma de lémures hormonados y osos panda con injertos de oreja de cerdo.
— Se nos han acabado, sólo nos quedan los que ya han cenado —Respondían a su vez los dependientes.
Felipe era consciente de que un gremlin con el estómago lleno era mercancía en mal estado y con peor carácter. Además, las autoridades alertaban del peligro de estos animalillos haciendo llamamientos a la compra de furbys en su lugar, que eran inocuos y a pilas.
Conforme se acercaban las fechas señaladas, su precio se disparaba y cada vez era más difícil encontrar uno bueno. Los incautos que los habían comprado por correspondencia descubrían estupefactos que, cuando la criatura no se había comido la caja de cartón empezando por los agujeros, se había ahogado por la falta de ellos.
Al final, no le quedó más remedio que viajar hasta Cobo Calleja donde se producían en serie los dichosos engendros. Tras recorrer un laberinto de naves, dio con un pequeño almacén de todo a cien donde un enigmático anciano le entregó una bolsa de plástico a cuadros a cambio de una suma astronómica.
Volvió con el paquete en el coche de línea junto al resto de pasajeros, igualmente satisfechos. En sus conversaciones narraban cómo se habían perdido entre las calles numeradas del polígono, de lo difícil que era dar con un gremlin entre las pilas de cajas de bragas y peluches, que el año anterior había sido muy complicado encontrar a la Hello Kitty... felices todos al regresar a casa, el día de la lotería, en un autobús con la bodega repleta de género por valor de varios millones.
Dos semanas después, cuando empezaron las rebajas, los pocos gremlins que no habían acabado en el retrete destinados a comenzar una nueva estirpe albina, yacían secos en la calle haciendo compañía a los abetos.
Algún espabilado en un polígono industrial de Fuenlabrada había tenido la idea de mojar al bicho y, desde entonces, las simpáticas mascotas se habían convertido en el regalo estrella de las fiestas de fin de año. La capacidad de multiplicación exponencial no bastaba para satisfacer una demanda frenética. Proliferaban las adulteraciones de índole diversa y las imitaciones, a menudo en forma de lémures hormonados y osos panda con injertos de oreja de cerdo.
— Se nos han acabado, sólo nos quedan los que ya han cenado —Respondían a su vez los dependientes.
Felipe era consciente de que un gremlin con el estómago lleno era mercancía en mal estado y con peor carácter. Además, las autoridades alertaban del peligro de estos animalillos haciendo llamamientos a la compra de furbys en su lugar, que eran inocuos y a pilas.
Conforme se acercaban las fechas señaladas, su precio se disparaba y cada vez era más difícil encontrar uno bueno. Los incautos que los habían comprado por correspondencia descubrían estupefactos que, cuando la criatura no se había comido la caja de cartón empezando por los agujeros, se había ahogado por la falta de ellos.
Al final, no le quedó más remedio que viajar hasta Cobo Calleja donde se producían en serie los dichosos engendros. Tras recorrer un laberinto de naves, dio con un pequeño almacén de todo a cien donde un enigmático anciano le entregó una bolsa de plástico a cuadros a cambio de una suma astronómica.
Volvió con el paquete en el coche de línea junto al resto de pasajeros, igualmente satisfechos. En sus conversaciones narraban cómo se habían perdido entre las calles numeradas del polígono, de lo difícil que era dar con un gremlin entre las pilas de cajas de bragas y peluches, que el año anterior había sido muy complicado encontrar a la Hello Kitty... felices todos al regresar a casa, el día de la lotería, en un autobús con la bodega repleta de género por valor de varios millones.
Dos semanas después, cuando empezaron las rebajas, los pocos gremlins que no habían acabado en el retrete destinados a comenzar una nueva estirpe albina, yacían secos en la calle haciendo compañía a los abetos.
viernes, 9 de diciembre de 2011
Sobre la destrucción
Felipe se despierta y el olor a chamusquina le recuerda que Godzilla pasó por su casa.
Se asoma a la ventana y ve a una familia acampada en el tejado de enfrente.
En la calle no hay rastro de agua pero no queda un sólo árbol de pie.
De hecho, árboles, coches, farolas y bocas de incendio han sido engullidos por socavones que, extrañamente, no tienen forma de pie de monstruo.
El contador geiger de la farmacia indica un nivel de radioactividad desorbitado: 273.
Exactamente el número de días desde que todo se vino abajo.
Se asoma a la ventana y ve a una familia acampada en el tejado de enfrente.
En la calle no hay rastro de agua pero no queda un sólo árbol de pie.
De hecho, árboles, coches, farolas y bocas de incendio han sido engullidos por socavones que, extrañamente, no tienen forma de pie de monstruo.
El contador geiger de la farmacia indica un nivel de radioactividad desorbitado: 273.
Exactamente el número de días desde que todo se vino abajo.
miércoles, 7 de diciembre de 2011
Sobre la recaída
Después de pasar semanas encerrado, conviviendo con elefantes rosas, cucarachas gigantes y legiones de hormigas que correteaban por su cuerpo, pensó que lo había logrado.
Recordaba que le fue fácil quitarse de la estricnina, al final se dio cuenta de que la calavera en el frasco amarillento era un claro aviso de contenido venenoso. Ese día, las ratas del vecindario huyeron espantadas cuando el tendero tuvo que dar otros usos más ortodoxos al enorme stock de rodenticida que guardaba para su cliente favorito.
Pero con lo otro no iba a ser tan sencillo, una vocecilla interior le animaba a calzarse su viejo chandal de táctel, colocarse la dentadura desdentada y volver al descampado, aún a sabiendas de que éste estaba plagado de pozos donde las jeringuillas acababan su vida útil y los muertos en vida tenían la oportunidad de empezar una nueva.
Qué alguien que había pasado el último lustro almacenando víveres y armas para hacer frente a un ataque de zombies, se convirtiera en uno de ellos por despiste, sin recibir tan siquiera un mordisco, era un fracaso.
Recordaba que le fue fácil quitarse de la estricnina, al final se dio cuenta de que la calavera en el frasco amarillento era un claro aviso de contenido venenoso. Ese día, las ratas del vecindario huyeron espantadas cuando el tendero tuvo que dar otros usos más ortodoxos al enorme stock de rodenticida que guardaba para su cliente favorito.
Pero con lo otro no iba a ser tan sencillo, una vocecilla interior le animaba a calzarse su viejo chandal de táctel, colocarse la dentadura desdentada y volver al descampado, aún a sabiendas de que éste estaba plagado de pozos donde las jeringuillas acababan su vida útil y los muertos en vida tenían la oportunidad de empezar una nueva.
Qué alguien que había pasado el último lustro almacenando víveres y armas para hacer frente a un ataque de zombies, se convirtiera en uno de ellos por despiste, sin recibir tan siquiera un mordisco, era un fracaso.
martes, 6 de diciembre de 2011
Sobre la obediencia católica
En una época en la que las niñas sin fe aprendían a golpe de goma borrar que Dios no existía pero las pintadas del porche del colegio tenían muy mala virgen, Felipe sólo pensaba en la Comunión.
El premio por ingerir el cuerpo de Cristo, además de reloj y Biblia, era un postre mítico: un limón gigantesco con la tapa del cráneo cítrico abierta con precisión forense y relleno de helado amarillo, para los más extravagantes también existía una versión con naranja rellena de algo que evocaba el color de la cáscara.
Felipe ya era un miembro de pleno derecho de la comunidad católica. Nunca hubiera imaginado que, para cuando le hubiera llegado la hora de confirmarse, los limones helados hacía ya tiempo que desaparecieron de los arcones refrigerados y habían cedido su emblemático puesto a otras fruslerías exóticas más al gusto de los años de bonanza que siguieron: melón helado y, para los más creyentes, sandía helada.
Procuró ir a misa, confesó pecados inexistentes y calló los que sí lo eran, coleccionó propaganda papal e incluso la escondió de sus padres progres. Pero lo más importante fue que Felipe entabló un diálogo directo con Dios, a la manera protestante, sin intermediarios ni infraestructuras.
Cada mañana, apurando el tiempo para llegar al autobús, Felipe gruñía y rezaba implorando al Todopoderoso que le ayudara a cagar porque en los retretes del colegio hacer de vientre estaba, como poco, mal visto. Por mucha fuerza que hiciera y por mucho que alabara, la mierda no salía. Y seguía sin salir, día tras día, en el instante preciso en el que un insignificante milagro para un ser superior podía colmar de alegría el corazón de un niño.
La duda existencial se instaló en sus intestinos, la sangre que sudaba con el esfuerzo no era, en absoluto, algo sobrenatural aunque tenía mucho de martirio. Felipe dejó de creer y pensó que, ahora que su cuerpo estaba cambiando, podía aprovechar los retiros espirituales en el cuarto de baño para comunicarse con el Maligno.
El premio por ingerir el cuerpo de Cristo, además de reloj y Biblia, era un postre mítico: un limón gigantesco con la tapa del cráneo cítrico abierta con precisión forense y relleno de helado amarillo, para los más extravagantes también existía una versión con naranja rellena de algo que evocaba el color de la cáscara.
Felipe ya era un miembro de pleno derecho de la comunidad católica. Nunca hubiera imaginado que, para cuando le hubiera llegado la hora de confirmarse, los limones helados hacía ya tiempo que desaparecieron de los arcones refrigerados y habían cedido su emblemático puesto a otras fruslerías exóticas más al gusto de los años de bonanza que siguieron: melón helado y, para los más creyentes, sandía helada.
Procuró ir a misa, confesó pecados inexistentes y calló los que sí lo eran, coleccionó propaganda papal e incluso la escondió de sus padres progres. Pero lo más importante fue que Felipe entabló un diálogo directo con Dios, a la manera protestante, sin intermediarios ni infraestructuras.
Cada mañana, apurando el tiempo para llegar al autobús, Felipe gruñía y rezaba implorando al Todopoderoso que le ayudara a cagar porque en los retretes del colegio hacer de vientre estaba, como poco, mal visto. Por mucha fuerza que hiciera y por mucho que alabara, la mierda no salía. Y seguía sin salir, día tras día, en el instante preciso en el que un insignificante milagro para un ser superior podía colmar de alegría el corazón de un niño.
La duda existencial se instaló en sus intestinos, la sangre que sudaba con el esfuerzo no era, en absoluto, algo sobrenatural aunque tenía mucho de martirio. Felipe dejó de creer y pensó que, ahora que su cuerpo estaba cambiando, podía aprovechar los retiros espirituales en el cuarto de baño para comunicarse con el Maligno.
domingo, 4 de diciembre de 2011
Sobre esquijamas
Cuando llega la estación fría, aquella en la que la ciudad queda sembrada de mierdas de perro porque sus dueños se lo piensan dos veces antes de alejarse tres pasos del portal y aprovechan las hojas caídas para disimular los excrementos de sus mascotas, Felipe caminará atento al sembrado de minas con la seguridad que le da saber que esa noche no tendrá frío en los riñones.
A la hora de acostarse, haciendo suyo (a medias) el dicho de que "pijama y bata es la calefacción más barata", se embutirá en su esquijama Dustin vistiéndolo a su manera, la configuración tradicional en la que el pantalón llega hasta los sobacos y se solapa a la parte superior proporcionando una agradable doble capa de algodón a su delicada rabadilla.
Pese a que la definición de la prenda es precisa, pijama compuesto de pantalón ajustado a los tobillos y jersey, Felipe añadiría algo más para acotar lo que, en su caso, ha llegado a ser una seña de identidad: "comprado en la sección de caballeros de unos conocidos grandes almacenes españoles por la madre de un varón de mediana edad y con un una marca cuyo nombre evoca una cierta elegancia clásica al gusto anglosajón pero que no deja de ser una marca propia de la misma conocida cadena de establecimientos famosa por vestir a futbolistas con trajes de modistos italianos que tampoco existen".
A la hora de acostarse, haciendo suyo (a medias) el dicho de que "pijama y bata es la calefacción más barata", se embutirá en su esquijama Dustin vistiéndolo a su manera, la configuración tradicional en la que el pantalón llega hasta los sobacos y se solapa a la parte superior proporcionando una agradable doble capa de algodón a su delicada rabadilla.
Pese a que la definición de la prenda es precisa, pijama compuesto de pantalón ajustado a los tobillos y jersey, Felipe añadiría algo más para acotar lo que, en su caso, ha llegado a ser una seña de identidad: "comprado en la sección de caballeros de unos conocidos grandes almacenes españoles por la madre de un varón de mediana edad y con un una marca cuyo nombre evoca una cierta elegancia clásica al gusto anglosajón pero que no deja de ser una marca propia de la misma conocida cadena de establecimientos famosa por vestir a futbolistas con trajes de modistos italianos que tampoco existen".
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