Como era costumbre por esas fechas, el ballenero llegó a la isla de Zanzibar. Antes de cargar ron y dátiles para mantener a los marineros ocupados preparando flambeados, el capitán pasó por la oficina de correos de la Royal Mail.
— Buenos días, ¿hay alguna carta de la señora Q?
— No ha llegado nada —respondió la oficinista—. Ni este año, ni el pasado, ni el próximo.
— Ya veo... ¿tiene algún otro correo para mí? —preguntó el capitán sin demasiada ilusión.
— Hace tiempo que en esta isla no recibimos correspondencia, desde que se prohibió el tráfico de esclavos y el aceite de palma, no llega ni la propaganda —precisó la empleada.
— ¿Qué hace entonces aquí? —le interpeló el capitán.
— Represento a la reina de Inglaterra en este país de salvajes —precisó ella, apesadumbrada—. Estoy esperando un nuevo destino que tarda en llegar, el imperio colonial es inmenso pero esta isla, ya de por sí pequeña, no deja de encoger. Si no me trasladan pronto acabaré ahogándome.
— Bueno, yo podría rescatarla, últimamente no pesco otra cosa que náufragos — precisó el capitán—. Las ballenas escasean y los accidentes abordo son frecuentes, no consigo suficientes piezas de recambio para los miembros que voy perdiendo. Precisamente ayer, me corté la oreja izquierda al afeitarme. No pude pegarla porque la tripulación había inhalado toda la cola, tampoco coserla, pescamos con arpón.
La oficinista se dirigió al cuarto de los objetos perdidos y regresó con una caracola.
— Nadie la ha reclamado, puede quedársela.
— Es perfecta —dijo el capitán—. ¿No tendrá algo de pegamento?
— ¿Quiere hacer el favor de dejar de ponerse esas cosas en el cuerpo? — pidió la oficinista—. Por mucho que piense que tiene manos, no son más que sucedáneos de extremidades. Aprenda a vivir con lo que le queda, aún conserva los dientes.
— ¿Qué hago entonces con la caracola? —preguntó el capitán.
— Se la acerca a la oreja derecha y oirá algo que suena como el mar pero no lo es —respondió la oficinista—. Se la pone en la nariz y olerá un perfume parecido al de las ostras que tampoco lo es.
— Y si me la como, ¿qué sabor tendrá? — preguntó el capitán, intrigado.
— A caracoles, evidentemente.
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