Horas después, el ruido del impacto llegó hasta el balcón de Francisca. Al asomarse vio una calva que le resultaba familiar y, mucho más abajo, al fondo del barranco, distinguió una diminuta masa espachurrada que ya era pequeña de por sí.
Abrió la alhacena y sacó sus joyas para decidir cuál llevaría a la fiesta del embajador.
El broche con un corazón abierto tenía un problema, el imperdible atravesaba el órgano y era imposible fijarlo a la blusa.
El collar de orejas cortadas siempre hacía perder el tiempo escuchando conversaciones insulsas.
El pasador con flor carnívora era práctico para quitarse a los moscones de encima pero tenía tendencia a pasear la lengua por la oreja, dejándola perdida de baba.
El anillo de descargas eléctricas solía fulminar a los recién conocidos, los pocos que optaban por besarlo tomando delicadamente su mano, no entendían la broma.
Los pendientes de perla rara eran tan raros que no paraban de susurrar al oído cosas extrañas, exigían demasiada concentración para saber de qué diantre estaban hablando. Su efecto en la dinámica de interacción social de la noche era nefasto.
Pensó que podría llevar la diadema de coral con incrustaciones de pepino de mar que le había regalado el capitán, pero no daba tiempo a descongelarla. Además, desprendía un olor a rancio francamente insoportable (aunque a algunos comedores de arenques les abría el apetito).
Entonces, encontró un curioso colgante confeccionado con huesos, picos y patas de pollo. Le pareció la opción más adecuada para un acto elegante pero informal.
No era consciente de lo que hacía.
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