— Ha tenido suerte, caballero —dijo el capitán—, si hubiera caído en la cadena transformadora de palitos del mar ahora no estaría aquí. La picadora de surimi es bastante fetichista y no admite ni lencería ni zapatos de tacón.
— Pero, ¿cuánto tiempo llevo dormido? —preguntó Felipe, confuso.
— Eso depende de si 9 meses en coma le parece demasiado —respondió el capitán—. Todavía seguimos sacando de la ballena aros de calamar a la romana y aún no hemos empezado a preparar los cosméticos y las velas.
— ¿Qué ha sido de mi barco? ¿Cómo llegaré a Cuenca? —se inquietó Felipe.
— Era evidente que usted no sabía pilotar un barco, no se preocupe por él, ahora forma parte de la rebocina. Y en cuanto a lo de llegar a Cuenca... tan pronto como arribemos a puerto, le pondré en el primer camión frigorífico que salga para allá. Únicamente le pediré que, a cambio, entregue una carta a una mujer —contestó el capitán.
— ¿Y quién es ella? ¿En qué lugar se enamoraron? —demandó Felipe.
— La conocí cuando lo único que capitaneaba eran patinetes acuáticos. Tiempo después, empecé a pescar en el lago y no pasé con ella el tiempo que hubiera debido. Después, serví piñas coladas en cruceros y empezó a sentirse sola. Finalmente, cuando me enrolé en este ballenero y pasé años lejos de casa, se olvidó de mí —afirmó apesadumbrado el capitán.
— No se preocupé, la buscaré. Pero, ¿no se ha enterado de que en el pueblo todo el mundo se ha vuelto loco y se matan unos a otros por unos huesos de pollo? — dijo Felipe.
— Aquí no nos llegan las noticias y, cuando tenemos la necesidad de mantenernos informados, nos ponemos en el magnetoscopio de la cantina los telediarios grabados en cintas VHS.
Aquella noche, Felipe cenó unos muslitos de cangrejo con un ligero sabor a mar mientras veía en el parte como empezaba la guerra de las Malvinas.
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