sábado, 17 de diciembre de 2011

Sobre la cadena del frío

Semanas antes de que el ballenero llegara a puerto, ya se había congregado en el muelle una flota de transportistas, taberneros, mujeres de vida alegre y vendedores de videocassettes. Intercambiaban sus servicios con la tranquilidad que daba saber que, de todas formas, los marineros acabarían comprando favores sexuales al camionero, vino a las meretrices y cargando los congelados en video-clubs ambulantes.

Felipe montó en la furgoneta que iba a Cuenca y se acomodó entre las cajas de pescado con la misión de picar hielo para mantener la carga en buenas condiciones. Por suerte, era invierno y el viaje se anunciaba tranquilo. Más por curiosidad que por aburrimiento, Felipe abrió la carta que le había encomendado el capitán y la leyó:


Querida Francisca Q.


Hace ya años que tus cartas no llegan a la estafeta de Zanzíbar. Has de saber que, en alta mar, el tiempo transcurre de manera diferente. Lo que para ti son años, yo los mido en kilómetros de intestino de cachalote... y son interminables.


He confiado este correo a un naufrago que tenía que ir a Cuenca. Espero que todavía estés allí o que, al menos, pases alguna vez de visita. 


Cuando leas estas líneas, yo estaré de nuevo surcando los siete mares tratando de acabar con las cuatro o cinco ballenas que deben quedar. Pronto terminaré con este maldito trabajo. Entonces bajaré a tierra y ya no volveré a navegar. Me gustaría verte de nuevo aunque no se si me reconocerás, tras varios accidentes y amputaciones, hubo que improvisar. Mi pata de palo es ahora de cangrejo y mis manos son tentáculos de sepia que se mueren por abrazarte.


Si alguna vez encuentras un surimi, no tires el envoltorio, escribo en ellos notas de amor. Al principio, probé con botellas, pero todas acaban en islas desiertas. Después, mandé mensajes en bolsas de plástico, pero ahogaban a los delfines.


Sinceramente tuyo,
Capitán Iglo



No hay comentarios:

Publicar un comentario