La quiebra de la fábrica de crecepelo trajo intranquilidad. De repente, la gente no podía conciliar el sueño y la venta de almohadas de plumas cayó en picado. Aquellos que no perdieron el apetito se quedaron sin trabajo.
No se sabe qué vino primero, si el cierre de la granja o el desplome del consumo de nuggets. Lo que está claro es que, de la noche a la mañana, el pueblo se despertó calvo y sin esperanza, parado y sin industria, hambriento y sin restaurantes de comida rápida... con ganas de matar a alguien y sin una sola almohada para axfisiarle.
El antiguo magnate de la industria avícola tuvo que vender sus animales exóticos a un circo como alimento para las fieras, evidentemente todas aparecieron muertas al día siguiente, salvo el coro acrobático de gremlins que se hicieron todavía más malos. Aprovechando la sonoridad de su nombre, Whoodini se ofreció a trabajar como jefe de pista para reparar el desaguisado.
Días después, Felipe despertó aturdido tras haber estado dándole a la cantimplora de caldo de conejo. Cuando salió de su caravana, la desolación le estremeció, pero no fue nada comparable al terror que le provocó ver a sus vecinos transformados en una horda de adictos al pollo, matándose por relamer las migas de un cubo de chicken wings.
Felipe, que había visto muchas películas de zombies, sabía que los infectados iban a detectar el aroma de la esencia de pollo en la loción capilar de su peluquín, le atacarían y se lo arrancarían a mordiscos con tanto frenesí que, a buen seguro, su cerebro iba a formar parte de la merienda.
Dio media vuelta, se atrincheró en la roulotte y preparó una infusión con el llavero de la suerte de su abuelo supersticioso.
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