Cautiva y desarmada, la famélica legión de vecinos hacía cola esperando su turno para el reparto de las raciones de pollo. El invierno siberiano se había abatido sobre la ciudad de provincias. Los gatos y liebres que habían huido despavoridos, temerosos de convertirse en orejeras y gorros, fueron muy bien recibidos en la siguiente ciudad pequeña, donde se desarrolló una boyante industria peletera.
Felipe llegó al parking de caravanas dispuesto a hacer rodar su casa móvil, ardua tarea debido que el manto de nieve era tan espeso que se requerirían dos docenas de perros de trineo para tirar de la roulotte. Los perros de trineo desaparecieron en cuando llegó a la ciudad un restaurante chino ambulante que, en realidad, era la tapadera de un fabricante de abrigos de piel vuelta. Los cocineros chinos sólo servían platos congelados y, con aquellas temperaturas glaciales, tenían mucho tiempo libre para cazar perros de trineo extraviados.
Felipe decidió probar suerte en la granja de renos, pero un fabricante sueco de muebles y embutido había comprado todo el rebaño para picarlo en salchichones a base de serrín aglomerado. Tan sólo le quedaban unas avestruces que escondían la cabeza bajo la nieve, pero el criador las había prometido a un diplomático austriaco de pasado turbio.
La única solución para sacar la caravana del atolladero invernal sería alquilar el mamut de Cándido.
Cándido, que realizaba trabajos de construcción por toda la comarca, había encontrado un mamut congelado en una obra, en su estómago todavía guardaba restos de periódicos de épocas pretéritas. Si, en lugar de comerse los periódicos, se hubiera envuelto con ellos, no habría acabado atrapado en un bloque de hielo.
Por desgracia, aquel fin de semana no había prensa y el mamut de Cándido estaba aparcado falto de combustible. Algún gracioso le había puesto una bufanda y una zanahoria gigante del Pleistoceno en la trompa.
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