Cada día y desde que la oficinista llegó a la estafeta de Zanzíbar, la alarma de los relojes suena exactamente a la misma hora, las 22:22.
No tendría mayor importancia si no fuera porque hay 24 relojes y cada uno de ellos marca la hora de un lugar diferente del imperio colonial británico. Trabajar en una oficina de correos sin cartas, ya de por sí tedioso, es un suplicio con las alarmas sonando cada hora.
Es imposible hacer la siesta en el turno de tarde o dormir en el de noche. Por la mañana se supone que hay que repartir la correspondencia, pero como tampoco hay con qué llenar las alforjas de la bicicleta, la oficinista cierra los ojos hasta que el estruendo proveniente del reloj de Nueva Gales del Sur le despierta.
Ayer se paró el reloj de la India, hoy se detuvo el de Belize, mañana dejará de funcionar el de Kenia. La oficinista ve peligrar su traslado conforme los países del antiguo imperio colonial van accediendo a la independencia. Por otra parte, la estafeta se va convirtiendo, poco a poco, en un lugar más tranquilo. El día en el que únicamente quede la hora de Londres podrá dormir de un tirón, sólo espera que la alarma no suene en mitad de la noche.
La oficinista se da cuenta de que el imperio tiene las horas contadas y, en breve, una mujer con un compacto peinado enlacado llegará a ser primera ministra. Privatizará el servicio de correos y, a buen seguro, cerrarán la estafeta de Zanzibar por su nula rentabilidad. Ese día, dentro de un nuevo orden mundial, podrá al fin entregar correo, aunque se trate de cartas de despido.
Descolgó el retrato descolorido de la Reina que le había estado vigilando desde que llegó a la isla, lo cortó en pedazos que pegó con cola de pez sobre una postal turística. Abrió el maletín de sellos y colocó uno de la recién estrenada República de Tanzania.
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