Antes de bajar del faro, Felipe aprovechó para contemplar a Francisca que estaba de espaldas regando sus plantas, pensó que el capitán habría disfrutando como un enano paseando sus tentáculos por ese cuerpo.
Estaba tan absorto imaginando la escena que, sin darse cuenta, había bajado las escaleras y ya estaba en la calle... y hubiera caído al precipicio de no ser porque, justo cuando se dirigía con paso firme e ideas peregrinas al borde del abismo, una voz le devolvió a la realidad, a Cuenca, la Venecia del barranquismo.
— ¡Oiga, cuidado por donde anda, me ha pisado!
Felipe no vio nada delante suyo puesto que sólo había un vacío, pero bajo sus pies una persona diminuta se interponía entre sus zapatos y una muerte segura.
— Vaya, disculpe, andaba yo pensando en un cuerpo de mujer voluptuoso y unos tentáculos pegajosos que se enroscaban por todos sus pliegues y era imposible que lo soltaran porque el deseo es más fuerte que las ventosas. Creo que me acaba de salvar la vida —dijo Felipe.
— Y usted acaba de arruinar mi suicido —replicó el enano, enfurecido—. ¿Sabe que una persona de mi tamaño tarda el doble de tiempo en caer que otra de su estatura?
Felipe, que no conocía muy bien las leyes de la física, nunca lo hubiera imaginado. Le propinó un puntapié empírico y sacó un cronómetro. Cómo no estaba dispuesto a hacer de cobaya de su propio experimento y tardó un buen rato en oír el golpe, dio por buena la afirmación del enano.
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