En una época en la que las niñas sin fe aprendían a golpe de goma borrar que Dios no existía pero las pintadas del porche del colegio tenían muy mala virgen, Felipe sólo pensaba en la Comunión.
El premio por ingerir el cuerpo de Cristo, además de reloj y Biblia, era un postre mítico: un limón gigantesco con la tapa del cráneo cítrico abierta con precisión forense y relleno de helado amarillo, para los más extravagantes también existía una versión con naranja rellena de algo que evocaba el color de la cáscara.
Felipe ya era un miembro de pleno derecho de la comunidad católica. Nunca hubiera imaginado que, para cuando le hubiera llegado la hora de confirmarse, los limones helados hacía ya tiempo que desaparecieron de los arcones refrigerados y habían cedido su emblemático puesto a otras fruslerías exóticas más al gusto de los años de bonanza que siguieron: melón helado y, para los más creyentes, sandía helada.
Procuró ir a misa, confesó pecados inexistentes y calló los que sí lo eran, coleccionó propaganda papal e incluso la escondió de sus padres progres. Pero lo más importante fue que Felipe entabló un diálogo directo con Dios, a la manera protestante, sin intermediarios ni infraestructuras.
Cada mañana, apurando el tiempo para llegar al autobús, Felipe gruñía y rezaba implorando al Todopoderoso que le ayudara a cagar porque en los retretes del colegio hacer de vientre estaba, como poco, mal visto. Por mucha fuerza que hiciera y por mucho que alabara, la mierda no salía. Y seguía sin salir, día tras día, en el instante preciso en el que un insignificante milagro para un ser superior podía colmar de alegría el corazón de un niño.
La duda existencial se instaló en sus intestinos, la sangre que sudaba con el esfuerzo no era, en absoluto, algo sobrenatural aunque tenía mucho de martirio. Felipe dejó de creer y pensó que, ahora que su cuerpo estaba cambiando, podía aprovechar los retiros espirituales en el cuarto de baño para comunicarse con el Maligno.
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