Después de pasar semanas encerrado, conviviendo con elefantes rosas, cucarachas gigantes y legiones de hormigas que correteaban por su cuerpo, pensó que lo había logrado.
Recordaba que le fue fácil quitarse de la estricnina, al final se dio cuenta de que la calavera en el frasco amarillento era un claro aviso de contenido venenoso. Ese día, las ratas del vecindario huyeron espantadas cuando el tendero tuvo que dar otros usos más ortodoxos al enorme stock de rodenticida que guardaba para su cliente favorito.
Pero con lo otro no iba a ser tan sencillo, una vocecilla interior le animaba a calzarse su viejo chandal de táctel, colocarse la dentadura desdentada y volver al descampado, aún a sabiendas de que éste estaba plagado de pozos donde las jeringuillas acababan su vida útil y los muertos en vida tenían la oportunidad de empezar una nueva.
Qué alguien que había pasado el último lustro almacenando víveres y armas para hacer frente a un ataque de zombies, se convirtiera en uno de ellos por despiste, sin recibir tan siquiera un mordisco, era un fracaso.
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