Amanecía cuando el servicio doméstico empezó a limpiar vómitos y a retirar restos humanos. Apunto estuvo Felipe de acabar en la hoguera, por suerte le despertó el olor a petróleo, su uniforme de la Compañía Manchega de Ultracongelados estaba perdido de sangre, hurgó en la pila de cadáveres y sacó una pajarita.
— No me quemen, soy un invitado —dijo a los criados, mostrando la pajarita.
Felipe fue conducido a una carpa en el jardín donde los supervivientes tomaban churros y chocolate caliente. Allí estaba Francisca Q. con un matasuegras y un gorro de cartón.
— Buenos días, me alegro de verla a salvo —le saludó Felipe—. La noche ha sido un tanto movida, ¿no le parece?
— Tampoco es para tanto, la misma velada aburrida y decadente de cada año —respondió Francisca, sin demasiado interés—. Incluso he echado de menos que la boticaria tratara de envenenarme, la pobre fue una de las primeras víctimas.
— A la boticaria la maté yo cuando vi que le iba a servir una copa — Felipe no pudo contener la emoción—. Hay una persona muy importante para mí que le quiere, está persona está tan lejos que se enteraría de su envenenamiento cuando recibiera las noticias antiguas y futuras, buenas y malas, todas a la vez.
Francisca suspiró. Si cada vez que el capitán del ballenero pescaba un naufrago lo enviaba para entregar un mensaje, no iba a parar. En el mar ya no quedan ballenas y la cantidad de navegantes aficionados que se hunden a las primeras de cambio es enorme.
— Es una lástima que hiciera eso, la pócima de la boticaria, más que matarme, me ayudaba a estirar el meñique y disfrutar de la compañía.
— Han abierto un KFC aquí cerca, me gustaría invitarle a un cubo de alas rebozadas a modo de compensación —le propuso Felipe— . Mientras miro como se chupa los dedos le contaré que ese hombre sin brújula se deja llevar por las corrientes acabando, repetidamente, en el Mar de los Sargazos y necesita un soplo de viento en la oreja para salir. Que no ve la luz verde de su faro y, en las noches sin luna, encalla en bancos de arena donde pasa semanas esperando a que la marea suba y curándose las heridas con injertos de crustáceos. Que, aunque es buena persona, es un marino pésimo y, si su tripulación todavía no se ha amotinado, es porque esperan a que encuentre una concha de su tamaño para convertirse en cangrejo ermitaño de una vez por todas y, entonces, tirarlo por la borda.
— No crea que cuidar un faro es algo sencillo —contestó Francisca—. Cuando se dirige la luz hacia una parte del mundo, la otra queda a oscuras. Hoy en día es difícil encontrar a alguien que esté dispuesto ha comprometerse con un trabajo tan exigente, la soledad tampoco ayuda, pero las vistas son un excelente aliciente.
— Entonces, ¿no viene a comer pollo frito, verdad? — preguntó Felipe, conociendo de antemano la respuesta.
— No. Tampoco creo que usted debiera hacerlo.
Alumbra la noche para que siempre tengamos los ojos llenos de estrellas!
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