Si Felipe tenía que esperar a que la maquinaria pesada peluda se pusiera en marcha, lo tenía crudo. Para cuando llegaran los primeros periódicos del año, el hielo que mantenía entero al mamut de Cándido empezaría a fundirse. Desde las entrañas, las larvas prehistóricas se abrirían camino hacia un nuevo mundo dónde simpatizarían con el festival de moscas que, cada primavera, recibe a los cuerpos en descomposición que la estación fría dejó.
Compró una pala para retirar nieve aún a sabiendas de que aumentan el riesgo de crisis cardiaca, el suelo estaba demasiado frío para utilizar una de cavar tumbas. En la ciudad de provincias enterraban a sus muertos cuando las moscas lo decidían, hasta ese momento, decoraban sus jardines con ellos y les colgaban regalos.
Felipe empezó a quitar nieve, con cada palada iban quedando al descubierto los restos de la temporada anterior: cuchillos, zapatos de tacón, botellas vacías, ceniceros llenos, corpiños, pintalabios... los antiguos inquilinos del terreno lo habían dejado todo hecho una porquería. Decidió ir a quejarse a la gerencia del parking de caravanas.
—Esto es una vergüenza. Estoy intentando sacar mi remolque y no dejan de aparecer trastos.
—Mire —le dijo el encargado— esto no es más que un camping de tercera, pero en invierno todo parece muy limpio. ¿No ha leído los carteles que prohiben quitar la nieve?
—No me había fijado, soy nuevo aquí —respondió Felipe—. Tanto que no me había percatado de que la caravana tiene ruedas.
—Usted lo que necesita es un quitanieves —sugirió el encargado—. Precisamente hay un señor en el pueblo que vende uno usado, lo encontrará en el bar, es amarillo, calvo y gordo como usted.
—Bueno, últimamente he perdido peso —objetó Felipe.
—Ya lo recuperará —sentenció el encargado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario